La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Meditación diurna


Por Leonardo Venta

Un horizonte impreciso se alza ante nuestros sentidos: distante, vasto, ajeno e insospechado. En cada intento de aprehenderlo, las circunstancias se interponen. Es el querer y el no poder que siempre nos asecha.

Los rasgos propios que caracterizan a un individuo y su voluntad (dentro de un entorno social) vienen determinados, en gran parte, por las circunstancias. Desafortunadamente, éstas no son ideales para todos. Además, varían.

Lo que es felicidad hoy puede ser desventura mañana, y viceversa. Lo que es alegría y placer para alguien, puede ser tristeza y dolor para otro. El hombre, en su naturaleza disconforme, no acepta sentirse prisionero de las circunstancias. Se enfrenta a ellas desigualmente (o simplemente no las afronta).

Al nacer no elegimos ser niños o niñas, no escogemos nuestros padres, no decidimos el lugar donde crecer, ni el color de nuestra piel o nuestros ojos, ni el tono de nuestra voz. Las circunstancias juegan un papel decisivo en nuestra fortuna.

Existen encrucijadas, momentos críticos que definen nuestro rumbo. Tal parece que se nos ha asignado un itinerario, único e indivisible, delineado por hechos, encuentros y desenlaces, por más que diques y represas, elevadas montañas o tupidas selvas, se interpongan.

La sístole y la diástole de la existencia humana tal parece que nos impelen por irremediables laberintos, sosegados valles, inhóspitos desiertos y apacibles florestas, de igual modo que el movimiento ininterrumpido de nuestros corazones consuma el sendero cíclico del sistema circulatorio.

Muchos tratan de alterar el curso de la vida, y fracasan. Cuando creemos haber logrado nuestras metas, misteriosas bofetadas del destino nos recuerdan la presencia de una implacable potestad superior. Violentamos nuestro devenir, nos obligamos a creer que la encrucijada de la vida no nos aguarda.

Rechazamos nuestra suerte, si es que realmente existe una. Vegetamos disconformes con lo que somos y tenemos. El alto anhela ser pequeño para penetrar en angostas cavidades, mientras el pequeño sueña con ser alto para alcanzar las estrellas. Renunciamos, negamos, repudiamos. Nos acomodamos a las costumbres, prejuicios y lineamientos, impuestos por otros, con el afán de ser aceptados.

Aprendemos a reír como los demás, a caminar como otros caminan, a vestir con las modas que otros prefieren (porque, aparentemente, demuestran el buen gusto). También nos enseñan a despreciar a aquellos que no son o piensan como nosotros.

Anhelamos ser lo que la sociedad nos propone, aunque nuestros instintos, gustos e intereses no lo entiendan así. Desempeñamos roles. Nos ocultamos tras disímiles máscaras.

Abrigamos prejuicios e intransigencias. Competimos, censuramos, mentimos, usamos la verdad para herir, en vez de emplearla como fuerza liberadora. Erigimos murallas, paredes invisibles, que no por incorpóreas dejan de ser temibles. Construimos cercas, rejas, cerraduras, mientras llevamos a rastra prisioneros corazones que lamentan su destino.

La vanidad y el egoísmo nos sustentan. Arrinconamos al amor, lo amordazamos, laceramos, torturamos, decapitamos... Hacemos y nos hacemos creer que estamos bien, que andamos con la virtud cogidos del brazo, sabiendo que es todo lo contrario.

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