Por Leonardo Venta
Vengo a
ti desecho,
postrado en mi dolor,
temeroso,
suplicante,
con el
cielo desierto.
Te
busco,
avizoro,
tiemblo.
Me haces
repetir el alfabeto del cariño, articular perdones y esperanzas,
descubrir
veladas verdades,
enormes,
diminutas, contrahechas, amorosas siempre.
Me
detengo,
exhausto,
jadeante.
Suspiro,
adivino,
me
tiendo...
insomne
desaliento.
Cierro
los ojos,
implorante.
Te
repaso,
te leo,
te
busco,
nuevamente
te presiento.
Llegas,
me
quitas este peso de encima,
con
delicadeza,
diligente,
sobrepuesto...
me
susurras consuelos,
me
delineas extensiones,
mediante
tu articulado silencio.
Dibujas
amigos en mi encerado pliego:
nuevos,
antiguos, imaginados, reales,
añorados,
distraídos, despiertos...
compones
hermanos,
sinfónica
partitura
de
ventrículo en puño abierto.
Luego,
solo,
vuelvo
a mi ostraíca armazón,
espectral
silencio...
intento
escuchar sus sonrisas,
palpar
sus frases de aliento,
escuchar
sus miradas,
soledades afines,
luchas,
esfuerzos,
temores,
osadías,
entrecortadas
frases,
entredichas,
nunca pronunciadas,
victorias
y desalientos.
Me
sonríen y les sonrío,
desde
un costado de Cristo,
esperanzado,
absorto,
dispuesto,
dispuestos,
a comenzar
de nuevo.
(Un
hermano es un retazo de luz para zurcir un roto interno, desperezado aliento en
pesadilla insomne. Es un guiño divino con acento similar al nuestro, que nos
conoce y presiente, hijo del espíritu, sostén en la espinosa ascendente pendiente hacia
irrefutable optimista anhelado solidario firmamento)
Pieta... qué bonito... Dios te bendiga
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