jueves, 21 de septiembre de 2017

Diferencias entre las dos partes del Quijote

             
Supuesto retrato de Cervantes, atribuido a Juan de Jáuregui
           
                                                                           Por Leonardo Venta

            Aunque usualmente la leemos en un solo voluminoso tomo, la obra cumbre del dramaturgo, poeta y novelista español Miguel de Cervantes Saavedra estaba originalmente dividida en dos partes, distanciadas diez años: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605) y El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha (1615).
            Si se comparan, tienen escenas que parecen repetirse: la del rebuzno, la de los toros, la de los cerdos, y pudiera decirse que la de las Cortes de la Muerte. Pero nada hay en el Primer libro comparable con las Bodas de Camacho del Segundo; asimismo, el fascinante episodio en el mismísimo umbral de un alcázar sobre el lecho apacible de ignoto lago, en que ni se come ni se duerme, puede equipararse con el de la cueva de Montesinos, que se dice es el infierno del Quijote, catarsis del protagonista y del propio lector.
            Cervantes –que, para evitar la monotonía, intercala otras novelas en el Primer libro, mientras mantiene la proyección lineal de la trama principal– desecha este procedimiento en el Segundo, al ubicar diversas localizaciones simultáneas dentro de la acción. Por ejemplo, Sancho está en Barataria y don Quijote en la casa de los Duques, a la vez que Teresa en Argamasilla; o Sancho y su amo, desde sus respectivos hogares, experimentan al mismo tiempo el rencuentro con aquellos que les aguardaban.
            En el Segundo libro se profundiza la intensidad de las situaciones, como sucede en el episodio con el Caballero del Verde Gabán. La voz narrativa, en su misión de devolverle la cordura a don Quijote, sustituye al cura y al barbero por Sansón Carrasco, un personaje mucho más elaborado que los anteriores.
            Los venteros, que sobreabundan en el Primer libro, son sustituidos por miembros de la nobleza en el Segundo, contra los que arremete la pluma cervantina en su crítica a la injusticia y estratificación social. El Segundo libro, devuelve a Dulcinea su condición de aldeana. El radio de los personajes se dilata psicológicamente. Se concreta la sanchificación de don Quijote y la quijotización de Sancho, manteniendo sus rasgos fundamentales, es decir, se experimenta una evolución no estereotipada, ajustada a rasgos creíbles del carácter humano.
            Por otra parte, la novela experimenta una transformación en el género epistolar. Las misivas del Primer libro, en que figuran las historias de Dorotea y don Fernando, Luscinda y Cardenio, devienen en seis cartas en el Segundo –dos de Sancho, dos de su mujer, una de don Quijote y otra de la Duquesa– que desde su aparente simplicidad proponen múltiples lecturas dentro del contexto. Por ejemplo, las cartas de Teresa Panza testifican las penurias económicas de las clases menos privilegiadas. A su vez, reconocemos el programa de un gobierno –política y administración de justicia– que don Quijote recomienda a Sancho.
            El choque de contrastes –realidades múltiples– es un rasgo muy barroco en esta obra, tanto formal como conceptualmente. Evoluciona de un Primer libro, apoyado en profusos diálogos, entre caballero y escudero, a otro con más tendencia a las introspecciones. Cuando la Duquesa le pregunta a don Quijote, acercándonos al desenlace de la trama, si no será Dulcinea una creación de su imaginación, él le responde: "Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo, o si es fantástica o no es fantástica; y estas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo".
            Por otra parte, el uso del monólogo también refleja transformaciones, como bien comprobamos en el soliloquio de Sancho en el capítulo X del Segundo libro, que culmina con el desencantamiento de Dulcinea. El mundo interno del escudero, que hasta entonces se nos presentaba con marcados matices de torpeza, se enriquece: “Ahora todas las cosas tienen remedio, si no es la muerte; debajo de cuyo yugo hemos de pasar todos, mal que nos pese, al acabar de la vida”, reflexiona Sancho, que al decir de su Señor, cada vez se hace "menos simple y más discreto".
            Isaías Lerner en su estudio sobre ‘la parodia e invención’, reconoce una evolución en el Segundo libro con respecto al Primero. “Los diez años transcurridos desde la aparición de la Primera parte (…) invitan a redefinir la propuesta paródica inicial”, afirma el académico argentino. Como resultado de este proceso, surge la necesidad de legitimar la novela, a través del auto examen, como comprobamos en los juicios sobre la obra del bachiller Sansón Carrasco en el capítulo III. Carrasco es lector de la obra de Cide Hamete Benengeli, que ya comienza a universalizarse, y a la que se refiere formulando que “hay diferentes opiniones, como hay diferentes gustos”.
           Explica Lerner:  “Cervantes debió enfrentar el desafío de la creciente popularidad de su libro, la necesaria atracción de otros lectores y la aparición de un apócrifo en 1614, cuando más de la mitad de su Segunda parte estaba ya escrita”. La novela nos enfrenta, en el capítulo V del Segundo libro, “con la intervención del traductor inventado en la Primera parte para parodiar la fórmula de los libros de caballería que proponía el encuentro de un misterioso manuscrito en lengua ignota”, agrega el estudioso. El lector descubre en el avance de este proceso que el traductor es igualmente censor: “(…) venían tres labradoras sobre tres pollinos, que el autor no lo declara (…)”.
            Ya bien adentrados en la trama, descubrimos a un don Quijote que lamenta "la mala burla que le habían hecho los encantadores volviendo a su señora Dulcinea en la mala figura de la aldeana", y cuyo desencanto lo obliga a exclamar en la próxima aventura que se le presenta, la de las Cortes de la Muerte: “(…) y ahora digo que es menester tocar las apariencias con la mano para dar lugar al desengaño”.
            Al divisar el carro de los recitantes de la compañía de Angulo el Malo, el protagonista de nuestra novela se figura una nueva aventura, pero esta vez, a diferencia de la de los Molinos de Viento, al notificársele su error, lo reconoce y hasta llega a afirmar: “Andad con Dios, buena gente, y haced vuestra fiesta, y mirad si mandáis algo en que pueda seros de provecho”.
            A pesar de que numerosos críticos consideran literariamente superior la Segunda parte de esta gema de la literatura universal, no hemos perseguido probar dicha preeminencia. Simplemente, se complementan. A nuestro juicio, más allá de la calidad literaria, la diferencia mayor entre ambas es su aliento histórico, social y cultural, ubicado en la frontera entre el renacimiento y el barroco.
            Es el barroco una desvalorización de la vida terrenal y de la naturaleza humana, así como un rechazo a los principios estéticos renacentistas. El Cervantes del Segundo libro, al igual que su protagonista, ha perdido las esperanzas de vivir. España ya no es la fachada de un pasado glorioso. El Manco de Lepanto tiene 67 años de edad; alrededor de 13 meses después le sobrevendría la muerte. Además, la novela apócrifa (1614) de Alonso Fernández de Avellaneda le ha contrariado hondamente, y en el Segundo libro emprende casi obsesivamente contra él, en autodefensa, siempre y cuando encuentra una buena excusa para hacerlo.

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