domingo, 29 de enero de 2017

En el 164 aniversario del natalicio de José Martí

“Retrato de José Martí”, óleo sobre lienzo a tamaño real, obra de Raúl García Huerta y sus alumnos, donado al Centro Histórico Cultural Cubano de Tampa, el 19 de mayo de 1991


Por Leonardo Venta

No hay nada que complazca más a la virtud que pronunciar, con imperiosa insistencia, el nombre de José Martí. Cada año, alrededor de esta fecha, lo proclama asido al anhelo de "admirar y hacer admirar" su humilde grandeza. Este 28 de enero de 2017 en el 164 aniversario de su natalicio no será la excepción.
            Todo lo que se diga sobre Martí corre el riesgo de convertirse en expresión repetida, pues por más de un siglo un holgado inventario de publicaciones y merecidos elogios acicalan su memoria. Si bien, para aquellos que saben atesorar el recto modo de proceder y la genialidad en su esencia más universal, el sentir martiano se renueva de día en día.
            En marzo de 1870, con sólo 17 años de edad, fue condenado a seis años de trabajos forzados por haber escrito una carta reprobando la conducta anticubana de un compañero de estudios. Este hecho definió su vía crucis hasta la muerte en Dos Ríos, a la edad de 42 años.
            “Cuando muere lo hace en una batalla para despedirse con misterio y hoy que le celebramos la aparición, rindiéndole las gracias, seguimos tocándolo y reconociéndolo despacio para justificar el surgimiento de su germen, como si lo igualáramos a la semilla que necesita de su tierra”, afirma el otro José cubano: Lezama Lima.
            Sacrificó su bienestar y el de su familia, así como la continuidad y atención de su carrera literaria por amor a la libertad. No obstante, su prosa diáfana, aguda, y su verso elfo asidos a la justicia, a la verdad y al amor trazaron la brecha del movimiento modernista en la América española.
            No fue un escritor de torre de marfil sino un sagrario de abnegación. La estética de su obra no responde a una voluntad de estilo planeada, tal como lo confiesa en el prólogo a su Ismaelillo, dedicado a su hijo José Francisco: “Tal como aquí te pinto, tal te han visto mis ojos. Con esos arreos de gala te me has aparecido. Cuando he cesado de verte en una forma, he cesado de pintarte”.
            Sus dotes de oratoria –como certifica su coterráneo Manuel de la Cruz: “… según los que le oían habitualmente, pocos oradores han dado a su palabra el tono, el calor y la fuerza que imprimía a sus discursos”– hinchieron el patriótico espacio del Liceo Cubano en su primera visita a Tampa, el 26 de noviembre de 1891, al pronunciar el discurso “Con todos y para el bien de todos”. 
            Allí propone “la fórmula del amor triunfante, alrededor de la estrella de la bandera nueva”, y enardece el ánimo de sus compatriotas hasta el arrebato cuando proclama: “¡Yo no sé qué misterio de ternura tiene esta dulcísima palabra [cubano], ni qué sabor tan puro sobre el de la palabra misma de hombre, que es ya tan bella, que si se la pronuncia como se debe, parece que es el aire como nimbo de oro, y es trono o cumbre de monte la naturaleza!”.
            En el mismo Liceo, pronuncia al siguiente día otro ferviente discurso, "Los Pinos Nuevos”, en una velada en memoria de los ocho estudiantes de medicina fusilados en La Habana colonial, el 27 de noviembre de 1871. “Lo que anhelamos es decir aquí con qué amor entrañable, un amor como purificado y angélico, queremos a aquellas criaturas que el decoro levantó de un rayo hasta la sublimidad, y cayeron, por la ley del sacrificio”, afirma en su panegírico.
            Clareó y cortejó, aun tratándose de los siempre apremiantes artículos periodísticos, la sensible elegancia del lenguaje en su espiración más pura. Desde sus primeros bostezos hasta la carta inconclusa a Manuel Mercado, que precediera su desaparición física, toda su obra es un derroche de lirismo, humilde franca probidad y primoroso desbordamiento de talento.
             Evocar a Martí es palpar el costado más sublime de las entrañas humanas, la entereza y la excelencia; saciar –trémulo hasta las lágrimas– "el hambre y sed de justicia" presentes en el espíritu del sermón de las bienaventuranzas, paradigma de una existencia consagrada al mejoramiento humano, al extremo de inmolarse por esa causa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario