sábado, 15 de marzo de 2014

Julián del Casal: la sublimidad de la rareza


"¿No veis en la frustración de Casal, en su sacrificio, el cumplimiento de un destino armonioso?".  Lezama Lima
Por Leonardo Venta

“…Por primera vez en la historia de nuestra sensibilidad, el poeta hace arrodillar, obliga a que se le crea”, José Lezama Lima [1941]

Si hay un poeta con quien plenamente me identifico es Julián del Casal (1863-93). Se le reconoce como un esteta aderezado en una especie de maldición baudeleriana. Expuesto prematuramente a la condena fatal de la tuberculosis, vivió su corta existencia – 30 años – en espera de la fina invisible inevitable estocada de la dama del nunca jamás. Su respiración literaria se movía al lánguido ritmo hesicástico del romanticismo, del gregario y pulcro parnasianismo, y del novedoso modernismo que iniciaran y cultivaran José Martí, Rubén Darío, José Asunción Silva y Manuel Gutiérrez Nájera.

Casal vivió inventándose en una exótica displicencia de agitada dolida serenidad, extravagante sagacidad, enfermizo subsistir, palpitar (homo) erótico, reverenciando los modelos estéticos de los poetas franceses de su época, en alas del ensoñador magín decimonónico parisino, que sólo pudo recrear en su habanera metafórica imaginación finisecular, a falta del tan suspirado viaje a la “ciudad de la luz”.

Las imágenes de su primer libro de poesías, Hojas al viento (1890), navegan los celajes románticos de José Zorrilla o la musicalidad amorosa de Gustavo Adolfo Bécquer, al mismo tiempo que fruncen el seño con el punzante desdén de un Heinrich Heine o la taciturna sensible perfección de Giacomo Leopardi en un venerado inexplorado éxodo al altar de Charles Baudelaire y Théophile Gautier.

Su segunda publicación, Nieve (1892), refrenda con su título el sello exótico de un escritor modernista, injertando la ilusoria imagen de los helados copos blancos en improcedente entorno caribeño. Su último poemario, Bustos y rimas (1893), libro póstumo, sentencia la madurez de un estilo impar en la literatura castellana – brumoso y límpido, osado e incorpóreo, opulentamente simbólico –, en que los sentidos articulan incontenibles sacudidas y desprenden delicada evasiva complacencia por las culturas exóticas en un viaje íntimo hacia la beldad sin centralizarse en descripciones de panoramas externos.

En 1885, escribe Francisco Chacón en la revista cubana El Fígaro, consideraba la mejor publicación de su tipo en América Latina, y fundada el 23 de julio del mismo año: “Casal no pertenece a esta época mercantilista hasta dejarla de sobra, es cosa en la cual no cabe un adarme de la duda. Si existiera la metempsicosis, aseguraría que Casal encarnó en el espíritu de algún romántico de mediados del siglo”. Luego afirma: “No se interesa por la política”, lo que lo singulariza en un momento histórico de tantos contrastes políticos en la isla.

La aparición de Hojas al viento, intensifica la concepción de rareza que estimula la poesía casaliana en los exámenes y juicios literarios, en discrepancia con el medio social en que vive. El escritor, crítico literario, periodista y orador Enrique José Varona, nos previene: “Julián del Casal tendría delante una brillante carrera de poeta; si no viviese en Cuba. Porque aquí se puede ser poeta, pero no vivir como poeta”. Manuel de la Cruz, en una crónica publicada en 1888 se refiere al “nerviosismo, la melancolía tenaz, el tinte de incertidumbre angustiosa que caracteriza las lucubraciones, y uno de sus casos típicos Casal”.

El escritor, periodista y traductor cubano Ricardo del Monte, dijo sobre el poeta maldito habanero: “así vivió Casal, en perpetua contradicción con su tierra Cuba, con la sociedad que lo rodeaba, con el medio ambiente moral, científico y literario de su época y hasta con su idioma nativo que hubiera trocado gustosamente por el de Baudelaire y Huysmann”.

El insigne José Martí publicó a raíz de la muerte de Casal en el neoyorquino diario “Patria”, en 1893: “De la beldad vivía prendida su alma; del cristal tallado y de la levedad japonesa; del color del ajenjo y de las rosas del jardín; de mujeres de perla, con ornamentos de plata labrada; y él, como Cellini, ponía en un salero a Júpiter. Aborrecía lo falso y pomposo. Murió, de su cuerpo endeble, o del pesar de vivir, con la fantasía elegante y enamorada, en un pueblo servil y deforme”.

El gran Darío nicaragüense – amigo del autor de "Virgen triste" – publica en La Habana Elegante el 17 de junio de 1894, rememorando su visita, junto a Casal y Enrique Hernández Miyares, al Cementerio Colón de La Habana, la manera en que el primero, “el único triste de todo el grupo, sólo se animó a su llegada a la necrópolis”, como hechizado por la morada permanente que le aguardaba. “Unos le llaman decadente, otros lamentan su originalidad […] Los Huysmann, los Verlaine, los Hellos, no tienen nada que ver con los Taines o los Gouyeau. Son artistas de excepción y, por lo tanto, no pueden ser pesados en las mismas romanas en que la crítica, sabia o docta, pesa el montón de carne humana que compone el inmenso rebaño de los hombres de letras, poesía y literatos. Y Casal, en nuestras letras españolas, es un ser exótico”, sostiene Darío.

Para el inmenso Cintio Vitier, “Martí encarna en nosotros las nupcias del espíritu con la realidad, con la naturaleza, y con la tierra misma, Julián del Casal… significa todo lo contrario”. De esta manera se reafirma la antitesis Casal-Martí: “al revés que en Martí, en Casal el mundo humano y el mundo natural se repelen”, añade Vitier. Casal no puede abandonar Cuba, la isla, que según algunos, desprecia; mientras Martí la venera desde el profundo océano en que se anega su crujiente ostracismo.

En el pródigo ensayo “Julián del Casal”, del Maestro José Lezama Lima,  aparecido en Analecta del Reloj, en 1941, leemos: “Hasta la llegada de Casal habíamos contemplado en nuestro siglo XIX, superficiales complementos, gratuitas recepciones poéticas, influencias porque sí y cómodas resonancias. Pero a fines de ese siglo se brinda con Casal una espléndida muestra de madurez poética. Casal tenía todos los antecedentes de sangre y de gusto para receptar a Baudelaire. Nuestra crítica – tan absurda y municipal para juzgar el hecho poético – se contentaba con presentarlo como un afrancesado más o cualquiera (...) A la deliciosa síntesis que ofrecía Baudelaire, Casal podía responder con una síntesis sanguínea igualmente deliciosa. Tenía ese vasto arsenal cuantitativo en el cual día a día el poeta esconde y distribuye. Sus contemporáneos sólo le distinguen cuando se disfraza con babuchas orientales o cuando adopta la vestimenta del eterno huérfano. Pero toda la vida previa y misteriosa de Casal, cuando se encuentra con Baudelaire, no lo abandona, y animado por éste, convierte la externa queja en invisible secreto. Secreto donde vida y poesía se resuelven”. 

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