domingo, 31 de diciembre de 2017

Reflexión para después de Navidad


Óleo sobre tabla "Virgen con el Niño" , obra de Rafael Sanzio (1502-04)

Por Leonardo Venta 


            Cuando recién acabamos de celebrar la Navidad, retomamos la cíclica tarea de crear –o inventarnos– una vida feliz y plena. Cada persona esgrime un dictamen diferente de en qué consiste la felicidad. Para Sócrates, "no se encuentra en la búsqueda de más, sino en el desarrollo de la capacidad para disfrutar de menos”. El apóstol San Pablo concuerda con el filósofo griego al escribir en La Epístola a los Filipenses: “He aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación. Sé vivir humildemente y sé tener abundancia...".
            Es posible dar la impresión de estar felices, cuando en lo más entrañable no lo estemos. La dicha navideña pudiese ser ficticia: el espejismo de un espíritu fraternal que hemos soslayado con nuestra indolencia y malas acciones durante el año. La dicha de los genuinos (hay falsos) adeptos al cristianismo –que con sus más de 200 millones de profesantes en Estados Unidos, superando el 70% por ciento de la población total, bien se acoge a la razón y esencia de la Navidad– proviene de dentro y no tiene nada que ver con los excesos mercantilistas que cada año sobreabundan más en la conmemoración anual del nacimiento de Jesucristo.
            No es un capricho nuestro el abordar este tema, Cristo, sinónimo de Amor, es la razón y esencia de la Navidad. Vivimos en un país rico. En el orden material, recibimos más de lo que necesitamos. Si bien, ¿sucede así en el ámbito espiritual? No son los regalos ni las fiestas ni las bulliciosas manifestaciones de afecto la esencia de la Navidad, sino el poco frecuente ejercicio de virtudes hacia nuestro prójimo: hallar y socorrer al menos afortunado, al despreciado, al caído; curar las heridas del lesionado, alimentar al hambriento, dar de beber al sediento, liberar al cautivo, apaciguar la discordia; robustecer la esperanza, la tolerancia y la verdad; irradiar luz y alegría; consolar, comprender y perdonar.
             Cuentan los biógrafos de San Francisco de Asís, que en el mes de diciembre de 1223, en una localidad italiana de la provincia de Rieti, región de Lazio, se lamentaba
–aviniéndose sorprendentemente a una queja actual– de que la observancia de la Navidad había sido ensombrecida por el materialismo. Angustiado, congregó a varios amigos, junto con algunos animales, y recreó la escena del pesebre, conocida como la Natividad.
            Fue una experiencia singular y edificante, y a lo largo de los años la práctica, a la que se agregaron los villancicos, se integró a la celebración del nacimiento del Mesías, oficializada en el año 345 por influencia de San Juan Crisóstomo y San Gregorio Nacianzeno, padres y doctores de la Iglesia Primitiva. Aunque hay quienes consideran que la celebración del 25 de diciembre es el resultado de la degeneración que sufrió el cristianismo a manos del paganismo, sigue siendo la fiesta más importante del año eclesiástico cristiano.
            Sin embargo, no todo los rituales navideños son de origen pagano. En 1742, Georg Friedrich Händel estrenó en Dublín el oratorio "El Mesías", con su célebre coro "Aleluya". Como sugiere el título, la composición recorre el nacimiento de Jesús (Parte 1), su muerte (Parte 2) y la resurrección (Parte 3). Una de las piezas más populares de la sección de Navidad es "Porque un niño nos es nacido ", que se basa en Isaías 9: 6: "Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz".
            Multicolores compromisos, disimulados estreses, embriagados efugios, desiguales regalos, producciones del "Cascanueces" integran la nutrida lista de elementos que aderezaron en parte la celebración recién concluida. Si bien, los niños –quienes reciben presentes que generalmente implican considerables gastos para sus padres– son los que usualmente se granjean la mayor parte de las atenciones.
            Para bálsamo de quien escribe esta nota, no todo es material en las festividades decembrinas; hay padres, que a pesar de tener medios para comprar costosos obsequios, precisan a sus hijos a intercambiar presentes confeccionados por ellos mismos, sin gran valor material, pero con una significación emocional edificante.
            Además, la Navidad es el tiempo propicio para reflexionar en el inmenso amor de Dios por la humanidad, fijar la mirada en "el iniciador y perfeccionador de nuestra fe", intentar ser más amables, disculparnos cuando hemos sido demasiado críticos con los demás, amarnos los unos a los otros de la manera que Dios nos ama, perdonarnos al igual que Él nos perdona, unirnos, con amor de madre a hijo, en tiempos favorables y de crisis; y cuidar de aquellos que, por la razón que sea, no pueden valerse por sí mismos.
            No importa cuánto anhelemos la paz –a menudo eclipsada por nuestro deseo egoísta de conseguir lo que se desea a cualquier precio–, vivimos en un mundo amenazado constantemente por la violencia, la división y la codicia. Queremos ser honestos, pero lo indecoroso puede darle un golpe bajo a nuestras mejores intenciones. Procuramos repartir buenas acciones. Sin embargo, nos dejamos atrapar por los afanes de la vida y así procrastinamos –o anulamos– dichos buenos propósitos.  Necesitamos perdonar, pero no lo hacemos hasta que nos paguen el mal que nos han hecho. Nos proponemos el bien ajeno. Si bien, nos deslizamos hacia el egoísmo, la manipulación, la enfermiza competitividad, la xenofobia, el racismo, los prejuicios y el pernicioso orgullo.
            Como fruto amargo de nuestros despropósitos, la frustración nos sobrecoge; somos despojados de una paz que apreciamos principalmente en la buena salud, el suficiente dinero, una carrera exitosa, la aceptación social, una relación sentimental satisfactoria y la felicidad de nuestros familiares y amigos más allegados. Según esta trillada percepción, la paz significa estar libre de conflictos, desconociendo que no siempre pueden resolverse.
            Por supuesto, no hay nada erróneo en desear nuestro bienestar. Pero, ¿cómo reaccionamos cuando las cosas no marchan bien? En la susodicha Epístola a los Filipenses, el Apóstol Pablo afirma: "Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús".
           No es el prohibitivo regalo, ni el humilde gesto de cumplido, ni la entrañable cena de Nochebuena, ni el rencuentro con ese ser amado, ni la magia que esfuma la distancia para transformarse en ternura, ni la ociosa lágrima que se sublimiza en un amoroso detenido gesto. La Navidad es valorar y aprehender el más genuino y meritorio de todos los regalos: Jesucristo. En un orden del mundo creado por voluntad divina, en una nación fundada con principios cristianos basados en la Biblia, es substancial apropiarnos de esta dádiva inmarcesible, sin la cual nunca abrazaremos, según Hebreos 6:19 , "la esperanza puesta delante de nosotros, la cual tenemos como ancla del alma, una esperanza segura y firme, y que penetra hasta detrás del velo, donde Jesús entró por nosotros como precursor, hecho, según el orden de Melquisedec, sumo sacerdote para siempre".

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