Además de la reconocida poesía hernandiana, esta nueva publicación contiene,
entre otros componentes, su menos conocida dramaturgia |
Por Leonardo Venta
Difícil es encontrar un escritor que, a
pesar de los 75 años transcurridos desde su desaparición física, se mantenga vigente
en el gusto de los amantes de la virtud y la sensibilidad en la buena literatura. Una
prueba fehaciente de ello es el considerable número de actividades que, en
reconocimiento al 107 aniversario del natalicio de Miguel Hernández (30 de
octubre de 1910), se celebran en toda la geografía española y en diversos rincones
del mundo.
Como muestra de estos homenajes, el pasado 31 de octubre, en la sede del Instituto Cervantes en Madrid, se presentó el libro
editado por el investigador y catedrático Jesucristo Riquelme, que lleva como
título La obra completa de Miguel Hernández, un volumen de 1899 páginas, algunas
de ellas ilustradas, con 30 textos inéditos y 3 mil modificaciones a la obra
completa anterior, de Espasa Calpe, compilada en 1992 por Carmen Alemany,
Agustín Sánchez Vidal y José Carlos Rovira.
Esta nueva publicación, bajo el sello
de la editorial Edaf, incluye un estudio preliminar de la vida y obra del poeta
de Orihuela, así como una revisión crítica, con notas y comentarios de los
géneros que recoge, desde su poemario hasta dos cuentos infantiles inéditos,
biografías de toreros (de sus años como redactor de El Cossío), teatro, prosa y crónicas periodísticas.
El autor de El rayo que no cesa, para
la crítica su obra más lograda, falleció, con tan sólo 31 años de edad, hace más
de siete décadas, en una prisión de Alicante, entre hemorragias y dolores
ocasionados por una infección de tifus complicada con tuberculosis pulmonar
aguda.
En una época en que sobresalía el
filosofismo de la Generación del 27 y la renovación culta de Garcilaso de la
Vega y Luis de Góngora, el juglar pastor atavió la lírica castellana con
el sencillo y admirable atuendo de un campesino que además de apacentar ovejas sabía
articular admirablemente los más íntimos clamores del alma.
Su obra, abierta, original y
conmovedora, está escrita en versos pulcros y musicales. Su gran valor ante el
sufrimiento marca una pauta en la expresión más genuina de la postguerra. Su
primer libro, Perito en lunas,
refleja el trabajo autodidacta del aldeano enamorado de los versos de
Góngora. En 1936, cuando se aleja de los moldes expresivos gongorinos para asentarse en una cosmovisión libre de la estética burguesa,
sentimos al poeta que ya ha encontrado su tono inconfundible.
El comienzo de la Guerra Civil
española adentra a Miguel Hernández en un piélago de calamidades, en el que se
contempla a sí mismo “sentado sobre los muertos, ruiseñor de las desdichas, eco
de la mala suerte”.
Dentro de lo que el poeta llamó
“poesía de guerra”, están incluidos sus poemarios Viento del pueblo (1937) y El
hombre asecha (1939), libros que ya muestran al escritor comprometido. En
1937, ya involucrado en la Guerra Civil como voluntario en el 5.º Regimiento
del movimiento de izquierda antifascista, Hernández logra escapar fugazmente a
Orihuela para casarse con la andaluza Josefina Manresa con la que mantenía
relaciones desde 1934.
De esta unión nacieron dos hijos,
Manuel Ramón, en marzo de 1937, que muere a los pocos meses de nacer y a quien
están dedicados los siguientes versos: “Hijo del alba eres, hijo del mediodía.
/ Y ha de quedar de ti luces en todo impuestas, / mientras tu madre y yo vamos
a la agonía, / dormidos y despiertos con el amor a cuestas”. A su segundo hijo,
Manuel Miguel, nacido en enero de 1939, le escribe “Nana de las cebollas”, la tristeza
más enternecedora jamás modulada en una canción de cuna.
En “Nana de las cebollas” hallamos
un retorno a los procedimientos de la poesía popular de tipo tradicional, en
forma de seguidilla. La historia detrás de este poema es simplemente emotiva. Con
la victoria del bando nacional, Hernández es condenado a muerte, pena que fue reducida
posteriormente a 30 años de prisión. Preso, recibe una carta de su esposa en la
que le comunica que por muchos días no hay otra cosa que comer que cebolla. El
poeta le responde en misiva fechada el 12 de septiembre de 1939: “Estos días me
los he pasado cavilando sobre tu situación, cada día más difícil. El olor de la
cebolla que comes me llega hasta aquí y mi niño se sentirá indignado de mamar y
sacar zumo de cebolla en vez de leche”.
Con la licencia de mis estimados
lectores, reproduzco algunos versos de esta sublime composición: “En la cuna
del hambre / mi niño estaba. / Con sangre de cebolla / se amamantaba (…) Una
mujer morena / resuelta en lunas / se derrama hilo a hilo / sobre la cuna. /
Ríete niño / que te traigo la luna / cuando es preciso. // Tu risa me hace
libre, / me pone alas. / Soledades me quita, / cárcel me arranca. / Boca que
vuela, / corazón que en tus labios / relampaguea”. Es tu risa la espada / más
victoriosa, / vencedor de las flores / y las alondras. / Rival del sol. / Porvenir
de mis huesos / y de mi amor (...)”.
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