viernes, 27 de octubre de 2017

Tragedia y esperanza en el teatro histórico de Antonio Buero Vallejo

"El tragaluz", de Buero Vallejo, un duro dilema de la libertad de expresión bajo la dictadura de Franco
Por Leonardo Venta

"Escribir  teatro  histórico  es reinventar la historia sin destruirla".
Antonio Buero Vallejo

                Antonio Buero Vallejo (1916-2000) fue un dramaturgo de ingeniosa valentía en un tiempo difícil. Iluminó oscuridades con la penetrante intrepidez de la verdad y el ingenio artístico. “Escribo de las pobres y grandes cosas del hombre; hombre yo también de un tiempo oscuro, sujeto a las más graves pero esperanzadas interrogaciones”, afirmaba. 
"El tragaluz" –una de las mejores creaciones entre sus casi treinta obras teatrales– aborda la funesta experiencia de una familia española en la etapa de la postguerra y que se extiende hasta alrededor de tres decenios más tarde. Si bien, este infortunio familiar, arquetipo de toda una sociedad, modula una crítica subrepticia al régimen de Francisco Franco, así como devela, entre otros elementos, la distorsión de la historia, el pasado colectivo, en el ámbito de uno de los más nefastos episodios de la historia española.
La pieza teatral, cuyo estreno se realizó en 1967, es presentada como un experimento conducido por dos narradores en un tiempo futuro, Él y Ella, los cuales valoran y seleccionan los eventos y pensamientos del pasado. Al levantarse el telón, ya existe una trama preexistente, que será manifiesta a través del diálogo.
Un matrimonio y sus tres niños –Vicente, Mario y Elvirita– esperan el tren a Madrid. El transporte, difícil de abordar, llega repleto de soldados. El padre le entrega a Vicente –el mayor de los chicos– un saco con las únicas provisiones de la familia para que se adelantase a subir al ferrocarril. La bolsa contenía la leche de Elvirita, único alimento de la pequeña de 2 años, viva imagen de los cientos de miles de españoles que fueron víctimas en esa época de la impresionante privación de bienes básicos de consumo. 
Vicente consigue abordar uno de los vagones, pero al resto de la familia se le imposibilita la operación debido al apretujamiento y poca capacidad en el vehículo. El padre, al percatarse de esto, le ordena apearse, pero Vicente no le obedece y sigue su curso solo. Unos días después, la niña muere de hambre y el padre enloquece. 
Al transcurrir los años, el matrimonio, ya mayor, y su hijo Mario viven en un semisótano donde hay un tragaluz, símbolo de una visión parcial de la realidad, intersticio de comunicación y separación entre el sombrío recinto donde habitan (el mundo interior de los personajes) y la realidad exterior. La familia no admite la verdad sobre el suceso que le ocasionara la muerte a Elvirita. Se inventa otra versión, la cual sugiere que Vicente no pudo bajarse del tren porque los soldados se lo impidieron.           
Mario se convierte en un escritor sin éxito que evade el ambiente materialista y corrompido que le rodea. Para él, el mundo está integrado por devoradores y devorados, acercamiento análogo al pesimismo contemplativo de Schopenhauer, el cual le inmoviliza. En contraste, su hermano, dueño de una exitosa editorial, exterioriza un espíritu práctico. No le importan los medios para obtener sus propósitos. Vicente, a lo largo de su vida, ha elegido el tren; Mario, el tragaluz.

El Padre, especie de dios temible, mata con unas tijeras a su propio hijo

Al final de la obra, el hermano mayor, agobiado por la conciencia que nunca dejó de atormentarlo, confiesa el haber asesinado a Elvirita mediante la acción deliberada de no bajarse del tren. Desde su racional demencia, el Padre, especie de dios temible, mata con unas tijeras a su propio hijo, símbolo del mal que hay que eliminar para consumar la justicia poética. Si bien, dentro de la complejidad temática de la obra, Vicente es, al igual que el resto de los personajes, víctima de un sistema opresor. Él procura el perdón paterno, y, a través de la confesión y su propia muerte, exonera su hybris (transgresión). La verdad, aunque trágica, lo libera mediante el consiguiente castigo catártico.
Para Buero Vallejo, la tragedia –que desde la Grecia clásica ha tratado de mostrar los sufrimientos como consecuencia de los errores– bien pudiera ofrecer una salida. Los conflictos entre la libertad y la necesidad, el ser humano y la naturaleza, la razón y los instintos pueden tener solución. La evolución de los personajes buerianos ilustra la lucha por hallar un significado a la existencia. Para él, la trama no puede ser considerada pesimista sólo por el hecho de mostrar sufrimiento y angustia.
El recipiente del Premio Cervantes 1986 –que aprovechó admirablemente todo resquicio que le confiriera la censura franquista– desenmascara y acorrala con "El tragaluz" la injusticia y la mentira. Ingresa en el aposento donde se resguardan y, con la prodigiosa daga de Melpómene, las apuñala, de la misma manera que el Padre, en su papel de divinidad justiciera, acuchilla a su hijo, para, con el sacrificio de su muerte, devolver –afianzado en la verdad– el orden a la subyacente "tragedia esperanzada", oxímoron con que el propio Buero Vallejo definiera la eterna lucha entre lo trágico ineludible y el inmarcesible regalo de la esperanza.  

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