"Dolor" (1882), Vincent van Gogh. Esta
obra maestra del dibujo es parte de una serie de trabajos
en la que el pintor utilizó a la prostituta Sien Hoornik como modelo |
Por Leonardo Venta
"...disimular
el dolor es prueba de los grandes caracteres".
José Lezama Lima
Por lo general, todo diccionario
ofrece varias acepciones para un mismo vocablo. La Academia Española le asigna
a la palabra dolor la significación de sensación molesta y aflictiva de una
parte del cuerpo por causa interior o exterior, o sentimiento de pena y
congoja. En este artículo nos referiremos a la segunda acepción.
Lo que algunos llaman pesimismo,
sugiere la existencia asida al dolor, temática que examina el budismo. La
meditación de Gautama Buda se inicia precisamente con la contemplación del
dolor. Según Buda, el mundo está regido por el sufrimiento y la única
solución reside en la anulación del deseo para acceder a un estado trascendente
en que impera la nada.
Para Arthur Schopenhauer –quien consideraba al budismo como la religión más adecuada, porque valora la
presencia del sufrimiento en el mundo– toda empresa en la vida es ilusoria,
precisamente porque la tragedia de vivir radica en la naturaleza de la
voluntad. Las infatigables metas trazadas por el hombre – alcanzadas o no–
según el filósofo germano, siempre le dejan insatisfecho y le inducen a
emprender otras. Por otra parte, la constante lucha entre los ideales
espirituales del ser humano y la voluntad animal que lo impulsa a satisfacer
sus instintos le roba la paz.
Nuestro cuerpo es la voluntad misma
en su forma objetiva o como manifestación en el mundo como idea. La paz y las
bendiciones que se le asumen a aquellos llamados santos proceden de las
victorias en esa lucha constante contra los imperiosos impulsos de la voluntad.
¿Vivir no es oponerse a la naturaleza, a la muerte? Si bien, ¿no es la muerte
un elemento natural, ineludible, de nuestra existencia? Dentro de esa constante
batalla entre la vida y la muerte, la paz y el conflicto, se origina el dolor.
Nos afanamos en ser felices,
saludables, socialmente aceptados. Y ese mismo afán, nos ocasiona dolor, nos violenta el descanso y
el equilibrio. El vivir es dolor en correspondencia con el hecho de que
nuestras aspiraciones sólo logran consumarse parcialmente, y una vez alcanzadas
nuestras metas dejan de tener el mismo efecto gratificante, para bifurcarse en
nuevos torturadores empeños.
La naturaleza compleja del dolor –inducido
por el concepto de voluntad, acción dirigida hacia un fin específico–,
encuentra una especie de paliativo en la renuncia a los deseos que nos revierten,
invalidándolos, mediante un estado de ataraxia (imperturbabilidad).
Según la primera Noble Verdad que
predica el budismo, la existencia humana es intrínsecamente dolorosa. Pensar –tratar
de entender– es sufrir. Por otra parte, la renuncia a los deseos es una especie
de liberación de la angustia encadenada a la voluntad de vivir. La ilusión
siempre viene acompañada de la desilusión; el optimismo, del pesimismo. Al
disfrutar destellos de la dicha, conocedores de nuestra vulnerabilidad, nos
preguntamos: ¿cuánto durará esta plácida experiencia?
El conocimiento causa dolor, ya que
la felicidad proviene de la inconsciencia (el no conocimiento). De lo cual
deducimos, desde una perspectiva semiótica, que el conocimiento significa
muerte. Mediante la crítica a la ciencia y al optimismo, algunos pensadores
cuestionan la armonía y racionalidad del mundo, al negar que éste pueda ser
mejorado mediante el conocimiento, ya que el saber puede trae consigo el dolor. Para aquellos
que opinan que el sufrir y el pensar marchan juntos, la mejor opción para el
ser humano es la abstención y la contemplación indiferente de todo.
La
abstención concuerda con las ideas budistas de la contemplación; mientras la
acción nos refiere a Friedrich Nietzsche, quien desplaza un poco el pesimismo
con su convocatoria a la acción, aunque, según críticos como Max Nordau, el
pensamiento nietzscheano es en buena medida continuación y consecuencia
dinámica del razonamiento pesimista de Arthur Schopenhauer; eso sí, matizado
por una cristalización evolutiva con matices menos pesimistas.
Nos afanamos en hallar una
explicación, una razón de ser, a nuestra propia existencia dentro del ámbito de
una sociedad que se nos presenta a veces hostil y decadente. Nuestros
conflictos oscilan entre el mundo externo y el interno, originando un choque
entre nuestras percepciones, afanes y creencias, y las ajenas, suscitando
escepticismo ante una irrealidad que se nos maquilla como real, ante un destino
y rol impreciso –inconstantes– en el universo.
Aunque nos elevamos por momentos a esferas
superiores de realización y gozo, sucumbimos luego en nuestro anhelo de atesorar
la paz, esfera casi divina del pensamiento que comprende la vida desde una
perspectiva superior, despojada de todo afeite y afán ilusorio.
Nos debatimos entre el bien y el mal,
la mentira y la verdad, el amor y la animadversión, la virtud y el vicio, el
cuidado y la desidia, la paz y la beligerancia, el bienestar y el dolor.
Sufrimos la fragilidad de la existencia, conscientes de nuestras limitaciones,
y confrontamos la opción de esa antonimia ‘nada liberadora’. La irracionalidad
de la existencia viene reflejada por la imposibilidad de aprehender la
realidad, incluso la incapacidad de explicarla, en contraposición con una solución absoluta y
una validez universal.
Para Schopenhauer el dolor es
insuperable; para Nietzche, puente al gozo. Nos preguntamos, entonces: ¿existe alguna verdad?, y si existiera, ¿es posible visualizarla,
entenderla, explicarla? ¿Existe un destino ya prefijado, ineludible?, y si estuviera
ya diseñado por voluntades inasequibles, ¿por qué preocuparnos, si todo está
determinado, si no podemos variar el fatal veredicto?
El porqué el dolor serpentea los límites de la razón, sin poder nosotros hallar respuestas categóricas, refleja la complejidad subjetiva en que nos desenvolvemos. La insuficiencia y vulnerabilidad humana contrasta con la inmensidad del universo que nos deslumbra y amilana. Somos impotentes ante la razón. No podemos eliminar el dolor de la faz de la tierra, el inmanente e inconsciente temor a ser castigados por nuestras presuntas transgresiones. Somos esclavos del dolor, el miedo, los instintos ciegos, la incertidumbre, los accidentes y circunstancias que marcan nuestro tránsito por la tierra, conocedores, para mayor desventura, de nuestra fugacidad biológica.
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