domingo, 26 de junio de 2016

Los juicios literarios en el Quijote

Mediante "El escrutinio de la biblioteca", el propio Cervantes emite juicios sobre las obras literarias de su época

Por Leonardo Venta

La primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha  es precedida por un prólogo, escrito por el propio autor, matizado por destellos mordaces que, entre otros elementos, se mofa de la afectación erudita de la literatura de su época: “- Porque, ¿cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá (…) cuando vea que (…) salgo ahora, con todos mis años a cuesta, con una leyenda (…) sin acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo que están otros libros (…) tan llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de filósofos, que admiran a los leyentes y tienen a sus autores por hombres leídos, eruditos y elocuentes?”.
              En las valiosas notas preparadas por Francisco Rico Manrique para la Edición del IV Centenario del Quijote, 2004, realizada por la Real Academia, apunta el filólogo y académico catalán: “Al publicarse el Quijote , la literatura romance de mayor prestigio era la que se presentaba como inspirada por la alta cultura clásica y formulada en un lenguaje sólo accesible a los más doctos (…) ‘Turba lega’ llamaba Góngora a quienes no exhibían ‘ático estilo, erudición romana’; y como ‘ingenio lego’ se definía Cervantes a sí mismo en el Viaje del Parnaso”.
            Hay quienes opinan que la universalidad y prestigio del Quijote se debe a un zarpazo de suerte de Cervantes, con lo que no estamos de acuerdo; ya que al adentrarnos en la novela, y descubrir el vasto conocimiento que Cervantes tenía de los escritores de su época, nos convencemos cada vez más de que no hubo tal lúcida estrella, sino la elaboración de una obra monumental que refleja y analiza el profundo caudal literario que le precedió.
            El prefacio está poblado por hilarantes poemas: décimas de cabo roto, sonetos,  que encomian la propia obra del autor, a la usanza de aquel tiempo, para tutearse con piezas como el Amadís de Gaula de Garci Rodríguez, que tuvo un éxito sólo comparable al de las superventas contemporáneas.          
            En el prólogo a la segunda edición que la Editorial Porrúa realizó del  Amadís de Gaula, en 1971, el profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, Arturo  Souto Alabarce expresa: 

“Quizá sea exagerado pensar que sin el Amadís no se hubiera escrito el Quijote, pero lo cierto es que Cervantes hace más que imitar la estructura, la trama de la obra. En este aspecto lo sigue casi a paso a paso, pero es en cosas más profundas, esenciales, donde Cervantes encuentra una fuente de inspiración: la fidelidad amorosa del Amadís; el hecho de que declare, más de una vez,  no necesitar la presencia física de Oriana, pues la tiene siempre en su corazón, en su fe; y queda por subrayar todavía el hecho de que Garci Rodríguez, en Las sergas de Espladián, inicia el juego cervantino de la intromisión del autor en las andanzas de sus personajes, el juego de la nivola que aprovecharían mucho más tarde Unamuno y Pirandello y que es uno de los elementos cruciales en el desarrollo de la novela moderna".

            Ser caballero era el anhelo del tal Alonso Quijano, que enloquece leyendo libros de caballerías, y en su noble saludable locura, enfrentándose a la hostilidad burda de la existencia, contra toda lógica, se hace caballero medieval, para desarmarnos de nuestra rígida sensatez de “leyente”. Para estar a tono con Cervantes me valgo del arcaísmo “leyente”, empleado en el Quijote, y no el de lector, como corresponde al castellano actual.
            Un cura y un barbero revisan los libros que han enloquecido a nuestro caballero andante, y lanzan a la hoguera aquellos que encuentran responsables de su mal. No sin antes el sacerdote, que representa la fuerza inquisitorial y la ilustración en manos de pocos, y el barbero, que, en contraste, simboliza el vulgo, en su función iletrada de obedecer ordenes, emiten juicios que obviamente provienen del mismo Cervantes sobre las obras de su época.
            Asimismo, en su primera gran y más célebre aventura junto a su escudero Sancho, don Quijote se enfrenta a molinos que cree gigantes, y después de caer ante el primero de ellos, totalmente lastimado, al su escudero señalarle su grave error, con insuperable maestría imaginativa el Quijote insiste en que el sabio Frestón, el mismo que le había robado los libros, había transformado a los gigantes en molinos al momento de encimarse sobre ellos para robarle la gloria de su hazaña.
            Con respecto a la excusa que le da su sobrina al Quijote sobre la desaparición de los libros que le causaban su locura, confiscados por el cura y el barbero, leemos en el capítulo VII de la Primera Parte de Don Quijote: “(…) un encantador que vino sobre una nube una noche (…) entró en el aposento , y no sé lo que se hizo dentro , que a cabo de poca pieza salió volando por el tejado y dejó la casa llena de humo; y cuando acordamos a mirar lo que dejaba hecho, no vimos libro ni aposento alguno (…) – No sé –respondió el ama– si se llamaba Frestón o Fritón (...)”. A quien se refiere el texto es a Fritón, el mago y supuesto autor de Don Belianís de Grecia.
            Por otra parte, Cervantes no cesa la crítica literaria que había iniciado en “El escrutinio de la biblioteca”, capítulo VI.  En los capítulos XLVII  y XLVIII  –si convenimos en que el autor se vale del canónigo de Toledo para emitir sus juicios literarios–  concluiremos que desfavorecía las “fábulas que llaman milesias, que son cuentos disparatados que atienden solamente a deleitar”, mientras pondera las “fábulas apólogas, que deleitan y enseñan juntamente”; además, opina que el elemento fantástico (que el canónigo llama ‘mentira’) en la literatura resulta más aprovechable “cuanto más parece verdadera y tanto más agrada cuanto tiene más de lo dudoso y posible...", lo que se acerca al concepto que tenemos hoy de suspenso.
             En el capítulo XLVIII de la Primera parte, constatamos la manera en que al curan le exasperan los anacronismos, la desfiguración de lo histórico y las invenciones de milagros: “Pues ¿qué si venimos a las comedias divinas?  ¡Que de milagros falsos fingen en ellas, qué de cosas apócrifas y mal entendidas, atribuyendo a un santo los milagros del otro!”. Incluso, divisamos abiertos ataques a su archienemigo Lope de Vega, cuando el canónigo señala: “(…) véase por muchas e infinitas comedias que ha compuesto un felicísimo ingenio de estos reinos con tanta gala, con tanto donaire, con tan elegante verso, con tan buenas razones, con tan graves sentencias, y, finalmente, tan llenas de elocución y alteza de estilo, que tiene lleno el mundo de su fama; y por querer acomodarse al gusto de los representantes, no han llegado todas, como han llegado algunas, al punto de la perfección que requieren”.
            En tanto, en el capítulo III de la Segunda parte se nos presenta a través del bachiller Sansón Carrasco la reflexión sobre el texto en sí. Carrasco es lector de la obra del historiador moro Cide Hamete Benengeli, que en la ficción, aparece como primer autor del Quijote, y al que se refiere expresando que “hay diferentes opiniones, como hay diferentes gustos”, para luego, entre otras observaciones, esgrimir un juicio sobre la Poética de Aristóteles: “(…) pero uno es escribir como poeta, y otro como historiador: el poeta puede contar o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna”.
            Isaías Lerner, en su estudio sobre ‘la parodia e invención’ en la Segunda parte del libro, sugiere la necesidad del autor en legitimar la obra, a través del auto examen, como comprobamos en los juicios sobre la novela emitidos por Carrasco en el capítulo III.  “Pero de 1605 a 1615, Cervantes debió enfrentar el desafío de la creciente popularidad de su libro, la necesaria atracción de otros lectores y la aparición de un apócrifo en 1614, cuando más de la mitad de su Segunda parte estaba ya escrita”, afirma Lerner. En el capítulo V, aparece “la intervención del traductor inventando en la Primera parte para parodiar la fórmula de los libros de caballería que proponía el encuentro de un misterioso manuscrito en lengua ignota”, agrega Lerner. En la Segunda Parte el lector descubre que el traductor es igualmente censor: “(…) venían tres labradoras sobre tres pollinos, que el autor no lo declara”.
            En el capítulo LIX, Cervantes arremete contra la segunda parte apócrifa de Don Quijote, escrita por Alonso Fernández de Avellaneda. En una venta se habla sobre dicha versión: “– ¿Para qué quiere vuestra merced, señor don Juan, que leamos estos disparates, si el que hubiere leído la primera parte de don Quijote de la Mancha no es posible que pueda tener gusto en leer esta segunda?". Don Quijote la llama falsa: “(…) es que yerra y se desvía de la verdad en lo más principal de la historia”.
            Desde el mismo primer párrafo del prólogo al Segundo Libro, el de 1615, Cervantes arremete contra el apócrifo publicado por Avellaneda, con pie de imprenta en Tarragona, en 1614. Además, en el mismísimo vasto párrafo final de su inmortal novela, Sancho expresa: “(…) solos los dos somos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió o se ha de atrever a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada las hazañas de mi valeroso caballero”.
            El tema de Avellaneda y su tan odiada por Cervantes novela apócrifa, vuelve a resurgir en el capítulo LXX. Aquí, Cervantes lo sitúa en el preámbulo del Infierno, así como emplea la técnica de alejamiento del autor de los juicios emitidos en el texto, mediante el empleo de un narrador ambiguo: “Dijo un diablo a otro: ‘Mirad qué libro es ése’. Y el diablo le respondió: “Ésta es la Segunda parte de la historia de don Quijote de la Mancha, no compuesta por Cide Hamete, su primer autor, sino por un aragonés, que él dice ser natural de Tordesillas". Sonreímos, inmediatamente, gracias al espléndido ingenio cervantino, al leer: “Quitádmele de ahí, –respondió el otro diablo– y metedle en los abismos del infierno, no le vean más mis ojos".
            Al llegar el final del amado libro, su fantasioso protagonista yace en el lecho de muerte. Recibe al cura, al bachiller, al barbero y a su entrañable amigo escudero. Recobra el juicio, lo que constituye la anagnórisis del teatro griego: vuelve a ser Alonso Quijano y reniega de los libros de caballerías. Pulsando los latidos demoledores de la muerte, se confiesa y realiza su testamento. Después de tres días de agonía, muere.
            En el largo párrafo que baja el telón de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Cervantes arremete nuevamente contra Avellaneda, y pone en tela de juicio las historias de los libros de caballerías; “(…) a quien advertirás [Avellaneda], si acaso llegas a conocerle, que deje reposar en la sepultura los cansados ya podridos huesos de don Quijote, y no le quiera llevar, contra todos los fueros de la muerte, a Castilla la Vieja, haciéndole salir de la fuesa, donde real y verdaderamente yace tendido de largo a largo, imposibilitado de hacer tercera jornada y salida nueva: que para hacer burla de tantas como hicieron tantos andantes caballeros, bastan las dos que él hizo tan a gusto y beneplácito de las gentes a cuyas noticias llegaron, así en éstos como en los extraños reinos".

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