Por Leonardo Venta
Después de dos semanas sin referirme a mis aventuras de escudero, vuelvo con nuevos brios, si me lo permitís, por supuesto. ¿Dónde estuve?, supongo os preguntareis. Pues, respondiéndoos sucintamente: en el sueño de una noche de verano y en Broadway sin viajar a Nueva York.
Interrumpí mi relato cuando la intriga amorosa entre Cardenio, Luscinda, don Fernando y Dorotea se había resuelto felizmente, aventura que comparé con el hilarante enredo shakesperiano entre Lisandro, Hermia, Demetrio y Helena en la comedia romántica Sueño de una noche de verano.
Pero volvamos a mis andanzas de escudero. En Sierra Morena, la bella Dorotea se hace pasar por la princesa Micomicona para secundar la treta del barbero y el sacerdote que intentan persuadir a mi señor para que vuelva a su aldea y a su sano juicioso, si alguna vez Alonso Quijano, en su calidad de insaciable lector de novelas de caballería, padeció los rigores de la tediosa cordura.
En esta aventura paródica, de corte teatral, Dorotea pasa de criatura burlada, por don Fernando, a burladora, al intentar engañar a un loco, es decir, a don Quijote. Es actriz y autora. Autora, en la medida que incorpora la esencia de las novelas de caballería a su imaginativa, al inventar, recrear, una historia para mi amo; es actriz en el papel de la princesa Micomicona, cuyo espectador de lujo es mi señor, en el enmarañado y vasto anfiteatro de Sierra Morena.
Afirma mi amigo, el señor Atnev, que el teatro contenido en esta escena juega con una idealización momentánea de la realidad, en la cual el soñador don Quijote pasa de protagonista a espectador de su propia fantasía. ¡Cuánta genialidad la de don Miguel! Asimismo, el conocimiento de las novelas de caballerías le imparte un enriquecedor nuevo perfil a Dorotea: “… porque ella había leído muchos libros de caballerías y sabía bien el estilo que tenían las doncellas cuitadas cuando pedían sus dones a los andantes caballeros”. Pasa de fantasiosa pasiva lectora a blandir enérgicamente un efectivo discurso: “… obligado estáis a favorecer a la sin ventura que de tan lueñes tierras viene, al olor de vuestro famoso nombre…”, afirma con ladino halago.
Por mi parte, continúo agregando elementos a los ya establecidos que antagonizan la idealización quijotesca de la figura de Dulcinea. Esta vez, le miento a mi amo sobre una fingida visita realizada por mí a su amada. Al preguntarme mi señor qué hacía ella al yo topármela – la cual imaginaba ensartando perlas o tiras de oro sobre un tejido de seda –, le respondí incisivamente que limpiaba trigo en un burdo corral. Luego añadí, conteniendo una carcajada: “sentí un olorcillo algo hombruno, y debía ser que ella, con el mucho ejercicio, estaba sudada y algo correosa (grasienta)”.
Ya antes le había comentado a mi amo: “Esta Dulcinea del Toboso… dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha”, trastornando su sublimada descripción en camino al entierro de Grisóstomo: “… su calidad ha de ser de princesa… pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas”. En realidad, para mí no existe tal Dulcinea sino la rústica Aldonza Lorenzo, “que tira tan bien de una barra como el más forzudo zagal de todo el pueblo”, la “moza de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del lodo a cualquier caballero andante”. Sí que soy inflexible con los ideales de mi amo. ¿Seré justo o no? Quizá todo, o algo, cambie…
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