Por Leonardo Venta
Doña Bárbara (1929) es el vehículo que propició el viaje definitivo de Rómulo Gallegos a la inmortalidad, a causa de su grandeza literaria; así como el exilio, en 1931, por las críticas que contiene contra el dictador Juan Vicente Gómez. De corte regionalista, reúne en sí los problemas morales, sociales, políticos, étnicos del vasto escenario venezolano de su época.
No es casual que
Doña Bárbara esté estrechamente ligada a la Tierra, a la naturaleza, como la más expresiva metáfora de los anhelos y conflictos de sus habitantes. Según establece el ensayista Domingo Miliani, Gallegos, hacia finales de la primera década del siglo XX “adopta una concepción regionalista como raíz de cualquier universalidad”, con el propósito de ensanchar mediante la literatura la problemática regional, asociada con la naturaleza y su necesidad de transformación, mediante la creación de un sistema de símbolos de carácter universal.
Es así como el realismo en
Doña Bárbara cobra carácter alegórico. Se crea una nueva realidad simbólica, que supera la literal en su afán de universalidad, lo que bien justifica su octogenaria lozanía y popularidad. El objeto de la realidad a la que se refiere el símbolo (el referente) adquiere en esta obra una nueva connotación reformista mediante un discurso ético civilizador.
Es un encuentro entre la civilización (implantada) – Santos Luzardo – y la barbarie (exterminadora) – Lorenzo Barquero –. Es una cita imprevisible del hombre que se ha “civilizado” en la ciudad y vuelve a su pasado bárbaro a borrar antiguos odios entre familias: “– Soy Santos Luzardo y vengo a ofrecerte mi amistad”.
José Luzardo, el padre de Santos, había matado al progenitor de Lorenzo en una disputa, y la madre de Lorenzo a raíz de esta tragedia le había demandado a su hijo, que estudiaba en la Universidad de Caracas – “¡la llamada! El reclamo de la barbarie…” – , que regresare para vengar la muerte de su padre. “¿Tu también oíste la llamada? ¡Todos teníamos que oírla!”, esputa el alcoholizado y maltrecho Lorenzo sobre los oídos de Santos, al constatar su regreso a la barbárica planicie, para luego enfatizar: “– ¡Santos Luzardo! ¡Mírate en mí! ¡Esta tierra no perdona!
Lo revolucionario del simbolismo reformista en Doña Bárbara radica, según Miliani, en romper con “el literaturismo agudo de prosas preciosas”, una manera de deshacerse de la abulia de ‘torre de marfil’ modernista, y sentir hondamente “el ‘dolor de patria’ leído en el poeta social portugués Abilio Guerra Junqueiro”. Asimismo, Miliani propone que este simbolismo viene determinado por “la voluntad de cambio social armonioso”.
El entorno se relaciona estrechamente con el hombre, para desplegar sus atributos de poderoso y justiciero dios. La leyenda cuenta cómo vaga por La chusmita, paraje maldito, ensombrecido por numerosas palmeras carbonizadas, “el alma en pena de una india”, hija de un cacique que vivía allí en la época de Evaristo Luzardo, que no sólo les arrebató las tierras a los nativos, sino que los exterminó de una manera sangrienta.
El mito sostiene cómo la naturaleza consuma la maldición del cacique contra el invasor y sus descendientes. Demoledoras descargas eléctricas cayeron en numerosas ocasiones sobre el palmar, envueltas en la vorágine de tormentas que aniquilaban rebaños enteros de reses luzarderas; además dicho paraje fue el blanco de la discordia que llegó a destruir la familia de los Luzardos. La naturaleza, entonces, se transforma en enzima consumadora de la maldición vengativa de los indios, en franca hostilidad contra los opresores.
Por su parte, la concepción reformista social en Gallegos se identifica a través de la existencia siempre de un personaje mesiánico reformista, que se levanta en forma de símbolo de una catarsis colectiva. Santos Luzardo, obviamente, es ese agente bienhechor que viene a impactar la vida de los habitantes de la planicie. No obstante, es Doña Bárbara quien experimenta la evolución reformista a través del discurso ético civilizador propuesto por Gallegos.
En la conferencia “La mujer pura sobre la tierra”, el autor de la novela afirma: “(…) no he compuesto a Doña Bárbara, sino para que (…) su tremenda figura contribuya a que nos quitemos del alma lo que de ella tengamos”. Eh ahí, el sentido didáctico que persigue y logra admirablemente el autor de este clásico de la literatura latinoamericana.
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