martes, 31 de agosto de 2010

"El extravío", cuento de Pedro Merino


"Veo al niño. Ha dado media vuelta. No disputa lo suyo, y sin embargo, es feliz".
Pedro Merino

“El extravío”, de Pedro Merino, ganador con su novela Operación fula del Premio Juan March 2003, en España, es una deliciosa tapa de su producción literaria.
Este cuento, que encabeza su nuevo libro Pan con tomates verdes (2010), ilustra cómo el autor es amo de sus palabras, sin colas, sin vanas distracciones.
Al igual que el niño de su historia, “sin disputar lo suyo”, con la justa precisión y pericia del buen escritor, Merino ya reclama un sitial "feliz" dentro de la narrativa cubana contemporánea.
Leonardo Venta


"El extravío"
Por Pedro Merino

Estaba allí. Tirado. Doblado en varias partes. Con el ómnibus en movimiento lo vi. Memoricé el lugar. Calculé los metros. Justamente detrás del Lada, parqueado en un parque. Seguro es un dólar. Pero dudé del valor. Sólo tenía la idea de bajarme. Correr. Buscarlo. Encontrarlo. No era un billete verde olivo. Era verde. No podía parecerse a un Martí. Ni siquiera a un Maceo; aunque son de un verde claro.

Enseguida pensé en la cuantía del billete. De cinco. Diez. Quizás veinte. Cincuenta. A lo mejor de cien. Podía ser cualquiera de esos valores. Pero aún me encontraba en el ómnibus. La siguiente parada no quedaba lejos. Retrocedí mentalmente hacia el parque. El Lada continuaba parqueado. El billete doblado se estaba abriendo. Síntoma de los dólares. ¿Los demás billetes no hacen eso? No podía ser un euro por el color. Ni un yen. Ninguna moneda blanda. Tenía que ser un dólar. Y un dólar “gordo”. Vale pensar en grande. Soñar. Cambiar la realidad. Enriquecer la fantasía.

Delante de mí una persona impedía moverme hacia la puerta de bajada. Detrás, alguien pedía permiso, con ansias superiores a las mías. Supe que físicamente aún seguía en el ómnibus. Pero corría en busca del billete. Para encontrarte dinero necesitas dos factores: la suerte y la vista. Con suerte puedes ser lo que quieras. Con vista disfrutas de la suerte.

Sin embargo, no podía avanzar. Sentí halones a mi espalda, mientras los árboles de la calzada rozaban el ómnibus. Escuché gritos y pensé que el chofer había pasado la parada. Dudé del billete, pero fue corta la duda. Volví a sentir los halones y un roce en un bolsillo delantero. Al bajar la vista sorprendí a unos dedos. Eran negros. Sucios. De uñas largas. Me viré y no vi de quién.

Todavía pensaba en el billete. La parada se acercaba. Entre mis sienes me aproximaba al billete. En realidad debía bajarme en la otra parada. Pero si lo hacía me alejaba del billete.

De súbito me acerqué a la puerta de bajada. Sudaba. Sentía una frialdad. Un dolor de cabeza. Hasta que el aire fluyó por la puerta de bajada. La claridad encandiló mis ojos. Bajé. Acalambrado caminé por la acera. Crucé la calzada. Me orienté en dirección al parque. Imaginaba que husmeaba alrededor del Lada. Entre mis sienes volví a ver el billete. Más verde aún. No quise mirar hacia atrás. Lo despejé. Llegué a la otra acera. A más de trescientos metros calculé el parque. Había sacrificado una parada. En estos momentos estaría subiendo la escalera de mi edificio. Tal vez me hubiera cruzado con un vecino. Lo hubiera saludado. Pero caminaba solo. Recto. Sin mirar atrás. Pensaba banalidades. Son los vacíos de la ignorancia. Noté la diferencia de la brisa. El oxígeno. Las sombras de los árboles. Me viré y vi la diferencia atrás: árboles talados. Ñongos. Pensé que así es la vida. Nacer. Crecer. Fallecer. Seguí adelante. Recobré el recuerdo del billete. Ya estaría más abiertico. Enseñando la carota del mártir. ¿Pero alguien no se lo habría encontrado? ¿Cuánta gente lo habrá pisoteado? El chofer. ¡El chofer del Lada! Se lo habrá encontrado. A lo mejor era de él. No. Dios no es un sinvergüenza. Es mío... ¡Míralo allí! Qué vista de águila. Diría que de espía. Me acerco más. Hay personas en dirección... Tengo que correr. Pero... el niño, el niño tropezó y cayó delante. Lo ha visto. Lo ha recogido. Se ha mandado a correr. Lo sigo. Ya no corre. Bueno, es un niño. Lo gastará
en mierdas. Le pertenece y me despido del billete. Adiós, papelito de la felicidad. Quedaste en pobres manos.

De repente el niño retrocedió. No sostuvo el billete y un joven se lo encontró. El niño no sabe pedírselo. Imbécil. Mientras, el joven camina diferente. El sueldo le aumentó. ¿En qué lo gastará? Sigo dudando de la cuantía. Pero seguro es un billete “gordo”. Veo al niño. Ha dado media vuelta. No disputa lo suyo, y sin embargo, es feliz.

El joven ha colocado el billete en la billetera. La guardó. Ya no siente a una piedra que lo aplasta. Ni le pesa el bolsillo trasero. Se detuvo. Va a comprar en la shopping del otro extremo de la calzada. Pero los autos no lo dejan cruzar. Quiero ver el final del billete. Gastado por un extraño. Luego regresaré. Subiré la escalera. Me acostaré.

Y cuando voy llegando a mi edificio veo un billete en la acera... ¿cinco pesos? Qué carajo, cinco pesos son cinco pesos.

1 comentario: