Por Leonardo Venta
“...porque la dicha, se decía a sí mismo, no está en ser amado... la dicha está en amar y, acaso, en conseguir algunos breves, engañosos contactos con el objeto de ese amor…”.
Tomas Mann , Tonio Kröger
La Habana me arrulló en sus brazos maternos desde mi primer resuello bañado en llanto. Allí mis pupilas se estrenaron amistosas con la novedosa luz. Poco a poco me acostumbré a besar con mis sentidos sus amplios ventanales de vitrales coloridos, a brincar con mi imaginación sobre sus balcones y aleros de tejas, proyectando mi sombra en equilibrio sobre sus bulliciosas calles de adoquines. Muchas veces contemplé, desde los tiernos barrotes de sus claraboyas, el embrujo dilatado de sus rumberas estrellas.
Sí, mi memoria ha quedado fija allí, como la de un niño ante el cuento encantado de la primera vez. La Habana me reclama desde su acompasado firmamento de impacientes palmas. Me aguarda desde su malecón de pescadores insomnes, de enamorados que tantean la penumbra para compartir quimeras. Me acaricia, como un soplo de Céfiro, desde un banco ocioso del Paseo del Prado, donde diminutos romances adolescentes acostumbraban a sentarse a mi lado.
Me espera, asimismo, su catedral centenaria con el restaurante de techo de cielo al costado. Mi recuerdo se desliza ávido por aquella mesa de mantel blanco almidonado –junto a la fuente en el centro del jardín–, con su pálido bocadillo de queso, su alargado vaso de té frío y un grueso volumen de Roman Rolland que me prestara un amigo.
Aún resuena en mis oídos el rumor de aquel cadencioso flujo de agua, bordado de hojas verdes y fragantes pétalos recién caídos, que contemplaba extasiado deslizarse en la incesante placidez de su curso sobre la delgada superficie cristalina del surtidor. Todavía me hace suspirar, junto a la fuente, la imagen de aquella mulata que tocaba el piano cada noche, la gran copa de cristal sobre el bruñido instrumento sonoro, mi frecuentado gesto al depositar un billete en la copa, mientras susurraba a sus oídos la petición acostumbrada: “En tres por cuatro” de Ernesto Lecuona. Esa es La Habana que recuerdo… cuyos parajes, desde este limbo senescente, aspiro perpetuar.
Luego vino el salto, el intento de conquistar otro infinito. Cayo Hueso extendió sus brazos espléndidos para ayudarme a bajar de aquella embarcación salobre. Sólo horas duró mi abrazo azul con esa ciudad de islotes amigos. Poco después, mi mirada se deslizaba inquieta sobre una extensa vía con mar a los dos lados. Miami –ciudad en que la esperanza se atavía con sombrero de yarey y guayabera blanca– fue mi nueva y breve parada.
Volé inmediatamente a Los Ángeles, donde –durante una estancia que se prolongó poco más de un año– perfiles oscuros y níveos deslumbraron mis emociones estrenadas. La aurora de Nueva York, por su parte, fue testigo también de mis intentos infructíferos de fijar una morada.
Hoy, desde este presente –que navego con la nostalgia de numerosos proscriptos años– su recuerdo se me dilata con el mismo gélido pavor que me produjera la experiencia de Tonio Kröger, el personaje que da nombre a mi novela favorita de Thomas Mann, quien, después de una larga ausencia, vuelve a la ciudad de su infancia. Me pregunto, entonces, ¿es real La Habana que evoco o hay otra por descubrir? ¿Llegaré a acariciarla o me desvaneceré en el intento?
El indescifrable embrujo de La Habana.... amoroso escrito... lo he disfrutado.
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