domingo, 27 de junio de 2010

Sin máculas sobre la anchurosa frente


Por Leonardo Venta

Madre mía,
Hoy, 25 de marzo, en vísperas de un largo viaje, estoy pensando en Usted. Yo sin cesar pienso en Usted. Usted se duele en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida; y ¿por qué nací de Usted con una vida que ama el sacrificio? Palabras, no puedo. El deber de un hombre está allí donde es más útil.
Pero conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre. Abrace a mis hermanas, y a sus compañeros. ¡Ojalá pueda algún día verlos a todos a mi alrededor, contentos de mí! Y entonces sí que cuidaré yo de Usted con mimo y orgullo.
Ahora, bendígame, y crea que jamás saldrá de mi corazón obra sin piedad y sin limpieza. La bendición...
José Martí


Su duende aún vaga por la humilde casita en que naciera, allá, en el regazo de La Habana Vieja. Entre tantos lugares disímiles que le inmortalizan, el majestuoso Parque Central de Nueva York exhibe un formidable monumento que recrea el instante en que se inmola.

La ciudad de Ybor, cubano seno de Tampa, ostenta en el centro de uno de sus parques una estatua erigida a él, que tal parece elevarse sobre su pedestal – como sus (nuestras) añoradas palmas – para remontarse al firmamento.

Por más de un siglo, su credo viene alojándose en las entrañas de cada amante de la justicia con el titánico designio del amor. No existe individuo digno que no se estremezca (aunque sea tenuemente) al pronunciar su nombre; ni persona cabal que no celebre – en su más entrañable santuario – su memoria.

Redentor es uno de los calificativos que lo estampa, ya que redimir es sacar de esclavitud al cautivo pagando un precio, y él pagó con su sangre, derramada en el campo de batalla, siendo hombre de paz, el decoro de todo ser que aspira a ser libre.

Polifacético y sencillo – como todo genio –, sagaz e incansable en sus actividades políticas, ultraísta y visionario, su consagración al sacrificio no impidió que su verso elfo y su prosa elevada trazaran la brecha del movimiento modernista en América.

Fue excepcional orador, como certifica su coterráneo Manuel de la Cruz: “Su vehemencia vibraba en el timbre de su voz; según los que le oían habitualmente, pocos oradores han dado a su palabra el tono, el calor y la fuerza que imprimía a sus discursos”. Periodista, pedagogo, embajador, filósofo... y podríamos prolongar esta lista de calificativos nada inflados en un holgado inventario de funciones y virtudes perfiladas en 42 años de existencia.

Rubén Darío, que lo llamaba padre, lo incluye en su libro Los Raros, no por sus inusitadas virtudes – que el poeta nicaragüense conocía cabalmente –, sino por su extraordinario genio literario. En la primera edición de este libro, publicada en 1886, aparecen semblanzas de autores admirados por Darío. La mayoría eran poetas simbolistas franceses, sólo menciona dos autores hispanoamericanos: Augusto de Armas, poeta cubano residente en París que escribió casi la totalidad de su obra en francés, y el poeta mártir de nuestro retrato.

El crítico estadounidense Ivan A. Schulman, por su parte, afirma: “Raras son las figuras literarias cuya excelencia artística corra pareja con una intachable complexión moral y cuyas cualidades personales, lo mismo que su producción literaria, sean fuente perenne de inspiración. La manifestación de este raro conjunto de características en [él] constituye una justificación más – si es que alguna se necesitaba realmente – de la universal reverencia que se le ha tributado”.

Sin lugar a duda, pocas personalidades en los anales de la humanidad han reflejado en el espejo de la historia una imagen tan admirable como la suya. No se registran máculas sobre su anchurosa frente. ¡Tan límpida es la estela que ha dejado tras de sí nuestro José Martí!

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