Por Leonardo Venta
“Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo”, de esta manera Jorge Luis Borges concluye la narración de “Las ruinas circulares”.
Este magistral cuento, incluido en Ficciones (1944) – el más célebre libro del gran escritor argentino – relata el empeño audaz de un hombre de soñar a otro hombre y que en realidad es el sueño de un tercer individuo.
Un templo destruido regido por una esfinge es el lugar escogido por un sabio sacerdote para realizar su proyecto de idear otro hombre. Después de varios infructuosos intentos lo logra, pero con la limitación de que el sujeto que crea duerme. No obstante, el fantasma soñado, prodigiosamente, cobra vida por sortilegio de la esfinge del templo. El sabio y el fuego comparten el secreto de que el hombre soñado no es real.
Al hombre soñado, que recién cobra vida, su creador le revela las cosas ocultas y entrañables del universo, así como el culto al fuego. Después le envía a otras ruinas circulares en pos de una misión: la práctica de semejantes ritos a los de sus padres.
Una noche, el sacerdote es despertado por dos remeros que le cuentan de un individuo que puede burlar el fuego. El soñador se estremece de temor ante la posibilidad de que su criatura de sueño haya descubierto su naturaleza irreal.
Finalmente, ocurre un gran incendio que parece anunciar la inevitable muerte del experimentador, pero para su sorpresa, las voraces llamas que debían consumirlo, le acarician sin quemarle, advirtiendo entonces, que él también era el sueño de un tercero.
En “Las ruinas circulares”, el narrador labra la idea de un sueño dentro de otro sueño. El cuento sugiere, además, la existencia infinita de soñadores y la teoría cíclica del tiempo. La forma circular del templo respalda esa propuesta.
Borges, abre su cuento con una cita de A Través del Espejo de Lewis Carroll, que es una derivación de Alicia en el País de las Maravillas. El señalamiento es extraído del capítulo "Tweedledum y Tweedledee" que narra el encuentro de Alicia con los dos fantásticos hermanos que dan título a dicha sección.
Tweedledum le explican a Alicia que los ronquidos que oye son del Rey Rojo que duerme y que la está soñando, y que si él dejara de soñarla, ella dejaría de existir, pues "eres una especie de objeto de su sueño”.
La fantasía, al otro lado del espejo, de Borges, quien tenía obsesión con las imágenes, refleja otra realidad, inalcanzable pero imaginada, intangible pero acariciada, algo así como ese tacto genial de su perspicaz imaginación que contraponía la ceguera literal que le acompañó durante gran parte de su existencia.
Jorge Luis Borges
Las ruinas circulares
Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.
The circular ruins
Jorge Luis Borges
Jorge Luis Borges
No one saw him disembark in the unanimous night, no one saw the bamboo canoe sink into the sacred mud, but in a few days there was no one who did not know that the taciturn man came from the South and that his home had been one of those numberless villages upstream in the deeply cleft side of the mountain, where the Zend language has not been contaminated by Greek and where leprosy is infrequent. What is certain is that the grey man kissed the mud, climbed up the bank with pushing aside (probably, without feeling) the blades which were lacerating his flesh, and crawled, nauseated and bloodstained, up to the circular enclosure crowned with a stone tiger or horse, which sometimes was the color of flame and now was that of ashes. This circle was a temple which had been devoured by ancient fires, profaned by the miasmal jungle, and whose god no longer received the homage of men. The stranger stretched himself out beneath the pedestal. He was awakened by the sun high overhead. He was not astonished to find that his wounds had healed; he closed his pallid eyes and slept, not through weakness of flesh but through determination of will. He knew that this temple was the place required for his invincible intent; he knew that the incessant trees had not succeeded in strangling the ruins of another propitious temple downstream which had once belonged to gods now burned and dead; he knew that his immediate obligation was to dream. Toward midnight he was awakened by the inconsolable shriek of a bird. Tracks of bare feet, some figs and a jug warned him that the men of the region had been spying respectfully on his sleep, soliciting his protection or afraid of his magic. He felt a chill of fear, and sought out a sepulchral niche in the dilapidated wall where he concealed himself among unfamiliar leaves.
The purpose which guided him was not impossible, though supernatural. He wanted to dream a man; he wanted to dream him in minute entirety and impose him on reality. This magic project had exhausted the entire expanse of his mind; if someone had asked him his name or to relate some event of his former life, he would not have been able to give an answer. This uninhabited, ruined temple suited him, for it is contained a minimum of visible world; the proximity of the workmen also suited him, for they took it upon themselves to provide for his frugal needs. The rice and fruit they brought him were nourishment enough for his body, which was consecrated to the sole task of sleeping and dreaming.
At first, his dreams were chaotic; then in a short while they became dialectic in nature. The stranger dreamed that he was in the center of a circular amphitheater which was more or less the burnt temple; clouds of taciturn students filled the tiers of seats; the faces of the farthest ones hung at a distance of many centuries and as high as the stars, but their features were completely precise. The man lectured his pupils on anatomy, cosmography, and magic: the faces listened anxiously and tried to answer understandingly, as if they guessed the importance of that examination which would redeem one of them from his condition of empty illusion and interpolate him into the real world. Asleep or awake, the man thought over the answers of his phantoms, did not allow himself to be deceived by imposters, and in certain perplexities he sensed a growing intelligence. He was seeking a soul worthy of participating in the universe.
After nine or ten nights he understood with a certain bitterness that he could expect nothing from those pupils who accepted his doctrine passively, but that he could expect something from those who occasionally dared to oppose him. The former group, although worthy of love and affection, could not ascend to the level of individuals; the latter pre-existed to a slightly greater degree. One afternoon (now afternoons were also given over to sleep, now he was only awake for a couple hours at daybreak) he dismissed the vast illusory student body for good and kept only one pupil. He was a taciturn, sallow boy, at times intractable, and whose sharp features resembled of those of his dreamer. The brusque elimination of his fellow students did not disconcert him for long; after a few private lessons, his progress was enough to astound the teacher. Nevertheless, a catastrophe took place. One day, the man emerged from his sleep as if from a viscous desert, looked at the useless afternoon light which he immediately confused with the dawn, and understood that he had not dreamed. All that night and all day long, the intolerable lucidity of insomnia fell upon him. He tried exploring the forest, to lose his strength; among the hemlock he barely succeeded in experiencing several short snatchs of sleep, veined with fleeting, rudimentary visions that were useless. He tried to assemble the student body but scarcely had he articulated a few brief words of exhortation when it became deformed and was then erased. In his almost perpetual vigil, tears of anger burned his old eyes.
He understood that modeling the incoherent and vertiginous matter of which dreams are composed was the most difficult task that a man could undertake, even though he should penetrate all the enigmas of a superior and inferior order; much more difficult than weaving a rope out of sand or coining the faceless wind. He swore he would forget the enormous hallucination which had thrown him off at first, and he sought another method of work. Before putting it into execution, he spent a month recovering his strength, which had been squandered by his delirium. He abandoned all premeditation of dreaming and almost immediately succeeded in sleeping a reasonable part of each day. The few times that he had dreams during this period, he paid no attention to them. Before resuming his task, he waited until the moon's disk was perfect. Then, in the afternoon, he purified himself in the waters of the river, worshiped the planetary gods, pronounced the prescribed syllables of a mighty name, and went to sleep. He dreamed almost immediately, with his heart throbbing.
He dreamed that it was warm, secret, about the size of a clenched fist, and of a garnet color within the penumbra of a human body as yet without face or sex; during fourteen lucid nights he dreampt of it with meticulous love. Every night he perceived it more clearly. He did not touch it; he only permitted himself to witness it, to observe it, and occasionally to rectify it with a glance. He perceived it and lived it from all angles and distances. On the fourteenth night he lightly touched the pulmonary artery with his index finger, then the whole heart, outside and inside. He was satisfied with the examination. He deliberately did not dream for a night; he took up the heart again, invoked the name of a planet, and undertook the vision of another of the principle organs. Within a year he had come to the skeleton and the eyelids. The innumerable hair was perhaps the most difficult task. He dreamed an entire man--a young man, but who did not sit up or talk, who was unable to open his eyes. Night after night, the man dreamt him asleep.
In the Gnostic cosmosgonies, demiurges fashion a red Adam who cannot stand; as a clumsy, crude and elemental as this Adam of dust was the Adam of dreams forged by the wizard's nights. One afternoon, the man almost destroyed his entire work, but then changed his mind. (It would have been better had he destroyed it.) When he had exhausted all supplications to the deities of earth, he threw himself at the feet of the effigy which was perhaps a tiger or perhaps a colt and implored its unknown help. That evening, at twilight, he dreamt of the statue. He dreamt it was alive, tremulous: it was not an atrocious bastard of a tiger and a colt, but at the same time these two firey creatures and also a bull, a rose, and a storm. This multiple god revealed to him that his earthly name was Fire, and that in this circular temple (and in others like it) people had once made sacrifices to him and worshiped him, and that he would magically animate the dreamed phantom, in such a way that all creatures, except Fire itself and the dreamer, would believe to be a man of flesh and blood. He commanded that once this man had been instructed in all the rites, he should be sent to the other ruined temple whose pyramids were still standing downstream, so that some voice would glorify him in that deserted edifice. In the dream of the man that dreamed, the dreamed one awoke.
The wizard carried out the orders he had been given. He devoted a certain length of time (which finally proved to be two years) to instructing him in the mysteries of the universe and the cult of fire. Secretly, he was pained at the idea of being separated from him. On the pretext of pedagogical necessity, each day he increased the number of hours dedicated to dreaming. He also remade the right shoulder, which was somewhat defective. At times, he was disturbed by the impression that all this had already happened . . . In general, his days were happy; when he closed his eyes, he thought: Now I will be with my son. Or, more rarely: The son I have engendered is waiting for me and will not exist if I do not go to him.
Gradually, he began accustoming him to reality. Once he ordered him to place a flag on a faraway peak. The next day the flag was fluttering on the peak. He tried other analogous experiments, each time more audacious. With a certain bitterness, he understood that his son was ready to be born--and perhaps impatient. That night he kissed him for the first time and sent him off to the other temple whose remains were turning white downstream, across many miles of inextricable jungle and marshes. Before doing this (and so that his son should never know that he was a phantom, so that he should think himself a man like any other) he destroyed in him all memory of his years of apprenticeship.
His victory and peace became blurred with boredom. In the twilight times of dusk and dawn, he would prostrate himself before the stone figure, perhaps imagining his unreal son carrying out identical rites in other circular ruins downstream; at night he no longer dreamed, or dreamed as any man does. His perceptions of the sounds and forms of the universe became somewhat pallid: his absent son was being nourished by these diminution of his soul. The purpose of his life had been fulfilled; the man remained in a kind of ecstasy. After a certain time, which some chronicles prefer to compute in years and others in decades, two oarsmen awoke him at midnight; he could not see their faces, but they spoke to him of a charmed man in a temple of the North, capable of walking on fire without burning himself. The wizard suddenly remembered the words of the god. He remembered that of all the creatures that people the earth, Fire was the only one who knew his son to be a phantom. This memory, which at first calmed him, ended by tormenting him. He feared lest his son should meditate on this abnormal privilege and by some means find out he was a mere simulacrum. Not to be a man, to be a projection of another man's dreams--what an incomparable humiliation, what madness! Any father is interested in the sons he has procreated (or permitted) out of the mere confusion of happiness; it was natural that the wizard should fear for the future of that son whom he had thought out entrail by entrail, feature by feature, in a thousand and one secret nights.
His misgivings ended abruptly, but not without certain forewarnings. First (after a long drought) a remote cloud, as light as a bird, appeared on a hill; then, toward the South, the sky took on the rose color of leopard's gums; then came clouds of smoke which rusted the metal of the nights; afterwards came the panic-stricken flight of wild animals. For what had happened many centuries before was repeating itself. The ruins of the sanctuary of the god of Fire was destroyed by fire. In a dawn without birds, the wizard saw the concentric fire licking the walls. For a moment, he thought of taking refuge in the water, but then he understood that death was coming to crown his old age and absolve him from his labors. He walked toward the sheets of flame. They did not bite his flesh, they caressed him and flooded him without heat or combustion. With relief, with humiliation, with terror, he understood that he also was an illusion, that someone else was dreaming him.
este es uno de los cuentos mas fascinantes entre todos los escritos por el Maestro.
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