Una oración por el coronavirus. Foto: Kham, Reuters. |
"No seas sabio en tu propia opinión; / Teme a Jehová, y apártate del mal; // Porque será medicina a tu cuerpo, // Y refrigerio para tus huesos". Proverbios 3:7-8.
La pandemia de coronavirus, con el consiguiente encierro que hemos venido practicando durante más de seis meses para evitar el contagio, ha afectado –de una manera u otra– nuestra salud física y mental, ocasionando crisis de angustia, cuadros depresivos, sensaciones de aislamiento y soledad, dificultades para dormir o concentrarse, así como el lógico temor y ansiedad con respecto a una enfermedad tan perniciosa como desconocida.
Lo reconozcamos o no, la actual
plaga ha tomado el protagonismo de nuestro diario vivir. Las redes sociales
están inundadas de estadísticas temibles, aderezadas con indiscutibles arteros afanes
políticos que ambicionan, entre otros propósitos, manipular y obstaculizar la
naturaleza perfecta del amor solidario.
A pesar de que aún no recopilamos
suficientes datos confiables, arribamos a prematuras conjeturas sobre las
formas en que esta pandemia puede seguir afectándonos. Los vientos caóticos que
le acompañan incluyen la preocupación de enfermarnos o que se enfermen nuestros
seres queridos, el sentirnos sin control al no tener claro cómo enfrentar el
encadenamiento ineludible de los sucesos.
Labramos nuestro destino, moldeamos hasta
donde podemos nuestra realidad, en tanto elementos extrínsecos desabotonan el
curso de nuestro peregrinar dentro de un incesante y sorprendente proceso de
reajuste. Tratamos de ingeniar acordes consonantes a las numerosas
interrogantes y temores que nos acechan: la irresolución se yergue como única respuesta.
El ser humano –que experimenta en
mayor o menor grado la necesidad de realización, vida plena y supervivencia– presagia,
más allá de todos sus logros y expectantes anhelos, la muerte, una de las
preocupaciones cardinales del ser pensante.
Al momento de escribir
esta nota, había más de 737 mil fallecidos en todo el mundo y más de 166 mil
en Estados Unidos, a causa del coronavirus. Tenaces nubes –en su impasible
búsqueda de un lugar definitivo en los niveles superiores de la atmósfera–
parecen anunciarnos desde sus ensombrecidas luminosidades la temible amenaza de
la muerte.
Nuestras ineptitudes –aunadas a las culpabilidades que achacamos a quienes no comparten nuestras ideologías– punzan nuestra indecible sed y hambre de sobrevivencia e inmortalidad. Nuestra fe, cualquiera que sea, parece desfallecer, para luego dar señales de recuperación; nuestro parvo entendimiento no logra asimilar con cabalidad el apremiante caos que nos circunda. Nos esperanzamos en el proceso de esperanzar. Nos agitamos entre la confusión y el recelo. Nuestros conflictos, que han existido desde que la espesa niebla del desaliento se incorporara por vez primera a nuestro horizonte, vagan sobre las enrevesadas limitaciones que nos saturan.
Entre revisitadas rivalidades y
aprensiones, se profundiza en cada rincón de la tierra una crisis
social, sanitaria y económica. Es cierto que existen pocos remedios eficaces para
afrontarla. No obstante, en el orden personal hay un remedio infalible, si lo
ponemos en práctica con cuidado y constancia: servir al prójimo, olvidando las
propias aflicciones.
La voluntad radical de servicio a la
que me refiero no viene determinada por el inexplicable instinto de fusión en
otro organismo, egoísta al fin, ni por las repetidas frases huecas sin un
destino fijo, ni en el discurso manipulador que procura sus propios beneficios,
sino en olvidar nuestras propias necesidades para concentrarnos en las de otros.
Cuando el desaliento y la tristeza
parecen nublar nuestras esperanzas, incorporar a nuestras prioridades las
necesidades de aquellos que sufren alrededor nuestro suscita un gran efecto
regenerador. En la sencillez de la cotidianidad, incluso en medio de la crisis que
atravesamos, radican las grandes silenciosas humildes conquistas del alma.
Siempre habrá alguien que sufra más
que nosotros. He ahí, cuando, resistiendo el impulso de autocompasión, debemos
trasladarnos a la tramoya donde nos aguardan anhelantes las penas ajenas.
Los miembros de nuestro cuerpo –manos, brazos, pies, labios– se transforman en instrumentos de amor. Nuestras palabras
dejan de ser notas de lamentaciones para entonar notas de cadencia samaritana.
Aunque no seamos de mucha ayuda, mitigaremos en algo el dolor ajeno; y, dentro
de ese edificante proceso, nuestra alma recuperará la salud quebrantada.
Generosidad, caridad, civismo,
preocupación por las pequeñas necesidades ajenas; incluso, paciencia para
soportar lo que nos desagrada, nos harán elevarnos sobre nuestras propias
flaquezas. ¡Cuán admirable es alguien que colmado de penosas cargas ayuda a sobrellevar
las ajenas! ¡Nada es más impresionante que repartir compasión en medio de nuestra
propio infortunio!
Como sugiere el epígrafe que he
escogido para esta reflexión, un alma saludable es mejor que
cualquier medicina para el cuerpo. El remedio más efectivo para subsanar nuestros
padecimientos es auxiliar al prójimo. Siendo de ayuda a otros, veremos nuestros
sufrimientos esfumarse, y a la llegada del alba, cuando hayamos despertado de
la presente pesadilla, "abrazaremos al primer hombre", con entrañable afecto
vallejiano, para juntos echarnos a andar.
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