El volumen Traficantes de belleza, 1998, recoge el cuento "Juana lunera cascahabanera", sobresaturado de clichés dirigidos a desvirtuar la esencia de lo cubano |
Por Leonardo Venta
En 1998, la Valdés publicó el
volumen Traficantes de belleza, que
reúne quince cuentos de extensión diversa, entre los que he seleccionado "Juana lunera cascahabanera" para imbuirme en el tema de los susodichos
habaneros suspiros.
A partir de esta reseña, algunos tendrán su primer contacto con el cosmos creativo de esta escritora cubana de 59 años, exiliada en París desde hace casi tres décadas; mientras otros, familiarizados con su obra, podrán recorrer conmigo, desenfadadamente, el sendero al que la escritora parece querer encaminarnos, y así establecer sus propias conclusiones sobre la narración que hemos de utilizar como muestra de una producción más vasta pero no por eso en su esencia diferente
El cuento trata sobre una negra
coqueta de cincuenta años, que se conserva muy bien, llamada Juana, a quien le
entró súbitamente la idea de retratarse en su Habana, luego de dos décadas que
no lo hacía, debido a la escasez de las cámaras y otros aparejos relacionados
con la fotografía.
Juana decide salir a la calle en
búsqueda de un fotógrafo y, con ese propósito, se da un buen baño. La narradora
detalla la manera jocosa en que se acicala para lanzarse a su aventura. A
través de este episodio, la voz narrativa aborda el tema de la carestía de ropa
y el carácter obsoleto de la moda en Cuba.
Al salir, Juana se encontró con el
anhelado fotógrafo en la esquina de su casa, un extranjero descrito con todos
los atributos de un turista de la sociedad de consumo. Al momento del inusitado encuentro,
éste estaba retratando a unos vecinos de la presumida mujer. Después que terminó su maniobra, Juana intentó atraer desesperadamente su atención,
empinando las nalgas y colocando los labios y las cejas en forma ridícula. No
obstante, él la ignoró.
Con La Habana de fondo, el hablante
narrativo atrapa la imagen de los cándidos isleños mediante el empleo de lentes
extranjeros; los cuales parecen acercarse a ellos de la manera tradicional en
que un antropólogo se allega a animales o a ciertas tribus lejanas y exóticas.
Se nos antoja europea la mirada que ofrece la voz narrativa, particularmente
afrancesada, en su histórico afán de examinar lo afrocubano con la curiosidad antropológica
que hemos mencionado.
Esa
manera de mostrar a los habaneros como especies de un zoológico primitivo ha
originado juicios desfavorables sobre Zoé Valdés. El escritor y periodista Fernando
J. Hugo afirma al respecto: "En todo caso el común denominador en los
relatos de Traficantes… son ciertos
rasgos que desde hace algún tiempo tipifican la narrativa de Zoé Valdés como un
producto turístico y folklórico dirigido fundamentalmente al mercado
europeo".
En "Juana lunera
cascahabanera" se establecen puntos de referencia negativos de los cubanos en la
Isla mediante expresiones como "¡Qué cantidad de gente vagueando,
caballero!". Se les tilda de promiscuos, pendencieros, exhibicionistas y
alardosos. Valdés recrea indiscriminadamente estereotipos de sus compatriotas
para vender una literatura sensual, erótica, inescrupulosa que se orienta hacia
la comercialización e ideas demasiado formularias.
De esa misma forma, elabora un mito
que no debemos aceptar, aunque no los envíe desde la capital gala, envuelto en
reluciente satinado y perfumado papel europeo, decorado con tiernas florecillas
y colosales elegantes lazos. Sí, Zoé Valdés nos despacha este subliminal
neocolonial paquete. No los expide una
cubana, a quien no le importa crear infundados frívolos arquetipos de sus
connacionales. Esta especie de mito perfila al cubano como un ser caliente,
sensual, indolente, de moral relajada.
Las generalizaciones negativas que espolea
son, más bien, propias del positivismo determinista, tan ligado al naturalismo
de finales del siglo XIX, que establece que la naturaleza del ser humano, sin derecho albedrío, es determinada por la herencia genética y el medio en que vive.
La autora de Traficantes de belleza no titubea en bombardearnos con una imagen inescrupulosa
de la sociedad del país en que nació, con el lucrativo afán de sufragar los propios costosos gastos que implica subsistir en la sociedad europea que le ciñe. Leamos nuevamente lo que tiene que decirnos el señor Lugo sobre los textos de Zoé Valdés: "Resulta que ahora ya no somos más que unos
supersensuales, supersabrosones… y por añadidura proclives a formar el relajo
donde quiera y como quiera que se presente la ocasión".
Juana prosigue su recorrido en
búsqueda del anhelado fotógrafo. Se tropieza con las hijas de su amiga
Lola. Entra en El Floridita. Sale de allí frustrada. Se dirige hacia los
portales del Centro Asturiano. La necia mujer –cubana, no francesa– decide
dirigirse en ómnibus a Cojimar. Allí tampoco encuentra a nadie que la fotografíe.
Vuelve decepcionada a La Habana
Vieja. Cuando ya la noche y su ánimo se hundían, se encontró con alguien que
retrataba a una pareja de "besuqueadores". A este fotógrafo, de porte ridículo,
le pidió desesperadamente una foto. Éste aceptó, pero con la condición de que
Juana le retratara primero. Al intentarlo ella, ya el último rollo de
fotografía se había acabado. La mujer se desplomó entre una mezcla de agravio,
cansancio y decepción, golpeándose la sien sobre un pico afilado del arrecife
del malecón habanero. De esa manera murió. Finalmente, la voz narrativa lanza
una sentencia sobre los sueños habaneros: "No hay que obsesionarse –y
agrega– pues pueden ser benditos o malditos oráculos".
La idea del cuento pudiera considerarse jocosa. Sin embargo, es lamentable que la narración esté sobresaturada de prejuiciosos clichés, que las descripciones sean excesivamente esquemáticas y especulativas,
dirigidas hacia un mercado, que, en su mayor parte, sólo conoce el contrahecho
mito de lo cubano.
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