Por Leonardo Venta
En la actualidad, América Latina emerge como nueva protagonista transcultural, ligada a su
híbrida condición de ‘otredad’ frente al modelo europeizante ancestralmente
dominante. Lo que precisa una reformulación del discurso latinoamericano.
Entiéndase por postmodernismo el
movimiento cultural que se hace ostensible a partir de 1970, adviniendo hasta nuestros días en lo que se denomina la época supermoderna. El postmodernismo se opone al funcionalismo y al
racionalismo modernos; cuestiona, asimismo, todos los valores establecidos;
desafía el discurso oficial y la cultura institucional, y pone en tela de
juicio la racionalidad instituida por la modernidad.
Existen disímiles rasgos distintivos del postmodernismo en el análisis literario, como la ironía, el empleo de un
lenguaje connotativo opaco, el uso de estructuras fragmentadas y acentuadas
disposiciones anticanónicas. Bajo la órbita del escritor postmoderno, se alteran
los roles tradicionales de los personajes. El héroe en la novela, por ejemplo,
es descentrado, marginal, disfuncional.
De la misma forma, el postmodernismo
despliega un estilo ecléctico y paródico que alude, en una suerte de pastiche
(imitación o plagio) a estilos anteriores. Términos claves de este
movimiento son la ironía y el relativismo, que inclusive cuestionan hasta sus
propios valores.
La ironía y la parodia aunque no son
exactamente lo mismo, moran en zonas colindantes. Existe ironía de los
personajes con respecto a los propios personajes, y del narrador en relación
a los personajes. La aludida ironía promueve un acercamiento crítico de carácter intelectual donde el humor se torna sarcástico, ácido, creando una distancia reflexiva entre el espectador y la obra, todo lo contrario a la
risa que armoniza y aúna.
Literariamente, la ironía opera como
un sistema que clausura la esperanza, invitando al lector a replantearse la
realidad, repensarla en calidad de expectativa troncada. Diversos autores
latinoamericanos –moviéndonos dentro de un contexto más cercano– contemplan la
realidad de nuestra zona geográfica como una especia de ironía, dentro de la
que muchos emigramos huyendo de la miseria, los gobiernos oligárquicos y el
terrorismo para terminar expuestos a circunstancias culturales, económicas y
sociales matizadas por la discriminación, la nostalgia por el suelo natal, el
choque cultural con un nuevo medio hostil, y, sobre todo, la desvalorización
emocional que implica el saberse inferior en la escala de valores del nuevo
medio social al que nos hemos incorporado.
El postmodernismo asimismo cuestiona
el matrimonio en su férreo afán de revaluar los valores morales de la
sociedad. Rechaza y desenmascara dicha institución, así como pone en
tela de juicio la sinceridad e integridad de una unión basada en la firma de
unos papeles.
La parodia postmoderna se mofa de la
nostalgia de un pasado glorioso, de esos grandes momentos de imperio, de logros
entendidos como notables en el ayer histórico. Establece un distanciamiento crítico del pasado, lo pulsa como un museo de
inutilidades. Para el
pensamiento postmoderno, los límites no están fijos: lo alto y lo bajo se
pueden mezclar e intercalar en un momento determinado.
El filósofo francés Jean-François
Lyotard llama “grandes narrativas” a ciertos discursos posteriores a la
modernidad, como son la ciencia, la educación y la ideología. La ideología
comprende las subcategorías de los partidos y la religión. El postmodernismo califica
dichas grandes narrativas como fórmulas que justifican el status quo, discursos
funcionales que persiguen manipular nuestras mentes en cierta dirección. El
fascismo demuestra que estas grandes narrativas de la modernidad no conducen al
progreso.
La obra postmoderna tiene una
concepción anticanónica. El tiempo y el espacio, por lo general, aparecen
fragmentados. Una obra que aspira a estimular el pensamiento crítico, precisa
cultivar la ambigüedad, la ambivalencia, el simbolismo, la desfragmentación.
Una propuesta lineal no compaginaría con la indicada aproximación. En una obra donde no se cree en el matrimonio, ni en la religión, ni en las
convicciones políticas y sociales, ni en ningún otro de los grandes relatos, no puede haber una propuesta progresiva.
No obstante, es inapropiado afirmar
que la postmodernidad sea pesimista, si bien nos obliga a reconsiderar nuestro
optimismo. Un enfoque postmodernista es sobre todo bien informado. No intenta
demostrarnos qué es lo que debemos creer, más bien nos invita a buscar la verdad,
a despertar del sueño fabricado por los grandes relatos: es un nuevo agente. Por
eso se nos antoja pesimista al compararlo con otras aproximaciones
que procuran soluciones. Nos conduce a una ‘libertad total’
ante la realidad, cualquiera que sea su esencia. Antes bien, a esta abrasadora desnudez a la
que se enfrenta el hombre y la mujer, algunos le llaman desesperanza, anarquía.
Un aspecto postmoderno de gran
interés es la celebración de lo local sobre lo universal –en nuestro enfoque lo
latinoamericano–, en contraposición con las grandes ideologías del occidente. La
tradicionalmente exaltada identidad está en crisis por innumerables razones. Se
cuestionan las definiciones tradicionales, se procura desentrañar la esencia de lo que
palpita en el fondo del individuo: ambigua, compleja, descentrada,
contradictoria, propia del héroe que no es héroe, la cual puede significar todo
lo contrario de lo que presume ser.
Otra propuesta interesante es la
hibridación. La revalorización del origen resalta la nostalgia del pasado que
se da a través de contactos bastardos. Esta revalorización se encuentra en los
contextos del teórico del postcolonialismo Homi K. Bhabha. ¿Cómo se aplica ese concepto del hibridismo a América Latina? Los estudios
latinoamericanos, especialmente en Estados Unidos, han suscitado una imagen
nuestra como “otredad”, “minoría”. ¿Hasta qué punto es todo esto cierto? ¿Somos
realmente lo incógnito, lo desconocido? ¿Somos acaso seres inferiores en busca
del llamado “sueño americano” para sentirnos realizados? ¿Nos lo creemos?
Como hemos venido sugiriendo, un sentido de humor
agudo y mordaz condensa el carácter postmoderno en un mundo donde existe una
inversión de valores: aquellos relativamente positivos asumen características
negativas y viceversa. Lyotard responsabiliza a
las tecnologías de la información, con su abrumadora dispersión de materiales
aparentemente anónimos, como responsables, en parte, de la existencia de una
cultura postmoderna.
En el mundo actual se genera una
nueva sensibilidad caracterizada por la fragmentación y dispersión del saber,
la sobresaturación de los efectos que desvirtúan los códigos que antes
establecían lo supuestamente real y válido,
para transformarlos en espectáculos de sí mismos, en imagen de su propio
desvanecimiento.
Se han roto las murallas que intentaban
contener el himeneo entre la cultura popular y la llamada superior. La
información está cada día al alcance de más personas, todos tenemos la
oportunidad de opinar, incluso protegiéndonos en el anonimato detrás de la
pantalla de nuestro ordenador –consideremos las facilidades que provee el
Internet–. Los mensajes, impresionantemente múltiples, trastornan privilegios
de formas o contenidos. Todos los
discursos pugnan por su propio espacio, por su propia verdad, por su propia
voz, coincidiendo, sobreponiéndose en ese Aleph que llamamos ordenador,
computadora o computador.
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