Upsalón es la divinidad de la mitología escandinava que le sirve a Lezama Lima para nombrar la Universidad de La Habana |
Por Leonardo Venta
El crítico
uruguayo Ángel Rama le concede suma significación a la
aglomerante y soberbia urbe, en su texto La Ciudad letrada, norma de la ciudad barroca, y a los hombres que la
presiden, quienes tienen a su favor la palabra escrita, valioso instrumento
para establecer su orden, disposición de una arquitectura física de la ciudad y
otra inmaterial, ideológica.
En la novela Paradiso, de José
Lezama Lima, la urbe habanera barroca se erige como centro de la acción
exterior e interna de personajes, contextos hilvanados (y emanados) desde y
alrededor de su más genuino palpitar.
Como expresión de las artes
plásticas, apasionado por temáticas que exploraba hasta el dulce agotamiento,
estrechamente fundido con el sentir de la generación de poetas cubanos del Grupo
Orígenes, René Portocarrero –al develar con su pincel la mágica virtud y el
meridiano esplendor de La Habana– es la más cercana representación del barroco
lezamesco.
"Si la obra de Lezama Lima pudiera
perpetrarse gráficamente sería René Portocarrero, su contemporáneo pintor
cubano, el que simultaneare su misma trayectoria", expresa Eloisa Lezama
Lima en el prólogo de la 12.ª edición de Paradiso (Cátedra, Madrid, 2010). "Si
repasamos la crítica de Lezama Lima a la obra de Portocarrero, descubriremos
cómo sus técnicas se relacionan con las del autor de Paradiso", agrega la
hermana del escritor en el susodicho prólogo.
La novela, entre sus múltiples
lecturas, encauza el culto del autor a su venerada Habana. Paradiso, aunque visite cuanta geografía y
credo universal exista, se nutre de cubanía –cubanidad plena,
sentida, consciente y deseada, al decir de Fernando Ortiz–, muy en especial la
capitalina; se robustece con el arte culinario de la Isla, con sus cocineros
mulatos y las charlas de sus aburguesadas criollas; mastica el glutinoso
quimbombó y se empalaga de las yemas dobles.
“– ¿Cómo va ese quimbombó? – dijo
[Rialta]", y refutando a que el cocinero Izquierdo le agregara camarones
chinos y frescos al guiso, afirma: “Tanta refistolería no le viene bien a
algunos platos criollos”. Augusta y su hija Rialta, asimismo, departen sobre
la repostería cubana. La primera se refiere a las yemas dobles, que prefería
llamar Sunsún doble, y a la natilla, “no como las que se comen hoy, que parecen
de fonda, sino de las que tienen algo de flan, algo de pudín”.
Rebosa además cubanía en la pronunciación
criolla de los fonemas. “Dicho esto [Izquierdo] se precipitó sobre la cocina,
no sin que sus sílabas largas de mulato capcioso volasen impulsadas por
graduaciones alcohólicas altas en uva de Peleón”. El mismísimo nombre de José
Cemí alegoriza criollismo: José, la dimensión del patriarca cristiano
impuesto por los españoles en la Isla, y la voz precolombina representada en el
apellido Cemí, nombre de una deidad taina, configuran su devenir
alegórico.
En la novela resaltan aparecen vocablos
como tocoloro, o tocororo, ave trepadora de lindos coloridos plumajes que habita
solitaria en los bosques cubanos, y que la voz narrativa compara con la pluma
multicolor que Fibo hunde en los glúteos de sus condiscípulos:”(...) y hundía
la pluma de tocoloro infernal por la rendija del pupitre anterior, electrizando
la glútea por la penetración de aquel punto teñido de la energía del ángel
color de uva”.
En Paradiso se desperezan conjuntamente
céntricas calles e icónicos espacios habaneros, como la escalinata universitaria,
el paseo del Prado y el Malecón. “(...)
al aluvión que bajaba por la avenida de San Lázaro, de aceras muy anchas con
mucho tráfico desde las primeras horas de la mañana, con público escalonado que
después se iba quedando por Galiano, Belascoaín e Infanta, ya para ir a las
tiendas o a las distintas iglesias o hacer de las dos cosas sucesivamente,
después de oír la misa, de rogar curaciones, suertes amorosas o buenas notas
para sus hijos en los exámenes”, leemos en el capítulo XIX de la novela.
“La escalera de piedra es el rostro
de Upsalón [la Universidad de La Habana], es también su cola y su tronco.
Teniendo entrada por el hospital, que evita la fatiga de la ascensión, todos
los estudiantes prefieren esa prueba de reencuentros, saludos recuerdos (...) No
son aquellos días de finales de bachillerato en que se sentaba en el extremo de
un banco, en el relleno del Malecón, colgaba un brazo del soporte de hierro y
sentía que la noche húmeda lo penetraba y lo tundía”, observamos casi
inmediatamente a través del relato.
Asimismo, el texto enarbola el
carácter sincrético de la religión afrocubana –cuyo ritual se integra de
elementos del cristianismo y manifestaciones religiosas africanas–, con espiraciones
de supersticiosas tradiciones, desigualdades sociales, alegrías y tristezas. “En
la calle General Lee vivía la espiritista mestiza, con ese rostro sabio y
bondadoso adquirido por nuestras cuarteronas, donde (...) la pobreza
arrinconada y sin salida, la esquina de parla municipal y cominera, el diálogo
último, para desesperación conversacional y fatalista, con los ídolos, han
dejado tan penetrantes surcos”.
En tanto, la célebre escena de
baile de sociedad en casa de Paulita Nibú –donde Rialta se
encuentra con el presidente Tomás Estrada Palma, y en la que José Eugenio la
espía por vez primera tras una persiana, descrita desde la perspectiva de un
lente cinematográfico, especie de catalejo voyerista– nos rememora la
atmósfera de los bailes decimonónicos habaneros que se describen en la Cecilia
Valdés de Cirilo Villaverde. “Cuando
[Rialta] se presentaba saludaba con una desenvoltura, que a José Eugenio criado
en un ambiente provinciano y español, le parecía la quintaesencia de lo
criollo, graciosa, leve, muy gentil”, leemos en el texto lezamesco.
El crítico literario Reynaldo
González, en Lezama Lima: el Ingenio, reconoce un cierto carácter de crónica de
costumbres en Paradiso: “Intencionalmente soslayo aquí las referencias a su
monumental Paradiso, ya indicado como crónica de costumbres entre tantas cosas
que es y significa, incluidas sus paródicas exageraciones sexuales, fórmula que
pone en solfa el machismo predominante de nuestras culturas”.
En nuestra lectura, movidos por un
ingenuo pero genuino instinto literario, hemos experimentado en la escena del
baile en casa de la Nibú un “déjà vu” de ciertos pasajes descritos en la novela
de Villaverde, con ese aliento análogo y disímil de crónica de costumbres, para
recrear guiños de la capital cubana en las primeras décadas del siglo XX, irrebatibles
distintivos del neobarro lezamesco.
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