En "La Natividad con el infante San Juan", de Piero di Cosimo, un ángel presencia el nacimiento del Niño Jesús |
Por Leonardo Venta
El mes de
diciembre de 1223, en una localidad italiana de la provincia de Rieti, región
de Lazio, un hombre que vivía en la pobreza se lamentaba –aviniéndose
sorprendentemente a una queja actual– de que la observancia de la Navidad había
sido ensombrecida por el materialismo. Angustiado, congregó a varios amigos,
junto con algunos animales, y recreó la escena del pesebre, conocida como la
Natividad. El hombre era San Francisco de Asís.
Fue una experiencia conmovedora, y a
lo largo de los años la práctica, a la que se agregaron los villancicos, se
integró a la celebración del nacimiento del Mesías, oficializada en el año 345 por
influencia de San Juan Crisóstomo y San Gregorio Nacianzeno, padres y doctores
de la Iglesia Primitiva. Aunque hay quienes consideran que la celebración del
25 de diciembre es el resultado de la degeneración que sufrió el cristianismo a
manos del paganismo, sigue siendo la fiesta más importante del año eclesiástico
cristiano.
Grandes banquetes acompañados de
ingentes cantidades de alcohol, loterías y juegos de azar, así como intercambios
de regalos caracterizaban al Saturnal romano, que se celebraba del 17 al 23 de
diciembre, en honor de Saturno, dios de la agricultura. Una celebración de
invierno similar –conocida como Yule–, en la que se quemaban grandes troncos
adornados con ramas y cintas en honor de los dioses se organizaba en el norte
de Europa.
El siglo XIX fue decisivo en la
consolidación de la tradición de esta festividad. Se generalizó el uso del
árbol de Navidad, originario de zonas germanas. Los árboles iluminados no sólo
eran distintivo de fertilidad sino de renacimiento solar, componentes de ritos
idólatras ajenos por completo a las creencias judeocristianas.
La leyenda de Santa Claus se asocia
a la de Papá Noël, que procede, en parte, de San Nicolás, santo patrón de Rusia
y de los niños. El mito afirma que celadamente hizo regalos a tres hijas de un
hombre, quien, imposibilitado de proveerles una dote, estaba a punto de abandonarlas
a una existencia pecaminosa. A partir de este relato nació la tradición de
hacer regalos en secreto en la víspera de San Nicolás. A su vez, el dadivoso Santo
tiene conexión con el dios nórdico Odín, de luenga barba blanca y raro
sombrero, el cual nada tiene que ver con la figura redentora de Jesucristo.
Sin embargo, no todo los rituales navideños
son de origen pagano. En 1742, Georg Friedrich Händel estrenó en Dublín el
oratorio "El Mesías", con su célebre coro "Aleluya". Como
sugiere el título, la composición recorre el nacimiento de Jesús (Parte 1), su
muerte (Parte 2) y la resurrección (Parte 3). Una de las piezas más populares
de la sección de Navidad es "Porque un niño nos es nacido ", que se
basa en Isaías 9: 6: "Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el
principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios
Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz".
Multicolores compromisos, disimulados
estreses, embriagados efugios, intercambios de regalos, producciones de "El cascanueces" integran
la numerosa lista de elementos que definen en parte esta celebración. Si bien, los
niños –quienes reciben presentes que generalmente implican considerables gastos
para sus padres–, son los que granjean la mayor parte de las atenciones.
Para bálsamo de quien escribe esta
nota, no todo es material en las festividades decembrinas; hay padres, que a
pesar de tener medios para comprar costosos obsequios, precisan a sus hijos a
intercambiar presentes confeccionados por ellos mismos, sin valor material,
pero con una significación emocional edificante.
Además, la Navidad es el tiempo propicio
para reflexionar en el inmenso amor de Dios por la humanidad, fijar la mirada
en "el iniciador y perfeccionador de nuestra fe", intentar ser más amables,
disculparnos cuando hemos sido demasiado críticos con los demás, amarnos los
unos a los otros de la manera que Él nos ama, perdonarnos al igual que Él nos
perdona, unirnos, con amor de madre a hijo, en tiempos favorables y de crisis;
y cuidar a aquellos que, por la razón que sea, no pueden valerse por sí mismos.
No importa cuánto anhelemos la paz –a
menudo eclipsada por nuestro deseo egoísta de conseguir lo que queremos a
cualquier precio–, vivimos en un mundo lleno de violencia, división y codicia. Queremos
ser honestos, pero el engaño puede darle un golpe bajo a nuestras mejores
intenciones. Procuramos repartir buenas acciones, pero nos dejamos atrapar por los
afanes de la vida y así procrastinamos dichos buenos propósitos. Necesitamos perdonar, pero no lo hacemos hasta
que nos paguen el mal que nos han hecho. Nos proponemos el bien ajeno. Si bien,
nos deslizamos hacia el egoísmo, la manipulación, la enfermiza competitividad y
el orgullo.
Al final, la frustración nos
sobrecoge; somos despojados de una paz que apreciamos principalmente en la
buena salud, el suficiente dinero, una carrera exitosa, una relación
sentimental satisfactoria y la felicidad de nuestros familiares más allegados.
Según esta trillada percepción, la paz significa estar libre de conflictos.
Por supuesto, no hay nada erróneo en
desear nuestro bienestar. Pero, ¿cómo reaccionamos cuando las cosas no marchan
bien? En Filipenses 4:7, el Apóstol Pablo afirma: "Y la paz de Dios, que
sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros
pensamientos en Cristo Jesús".
No es el prohibitivo regalo ni el humilde gesto de cumplido, ni la entrañable cena de Nochebuena, ni el rencuentro con ese ser amado, ni la magia que desaparece la distancia y reparte amor y perdón a manos llenas, ni la ociosa lágrima que humedece cierta mejilla mientras escucha el célebre villancico "Noche de paz" en una celebración religiosa. La Navidad es apreciar el más genuino y valioso de todos los regalos: la paz y la salvación que Jesucristo vino a ofrecernos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario