sábado, 1 de octubre de 2016

Poeta en Nueva York

 Lorca (der.), en la Universidad de Columbia, con la intelectual mexicana María Antonieta Rivas y dos amigos sin identificar
Por Leonardo Venta

En su primera salida de España, Federico García Lorca vivió en Nueva York, desde el  25 de junio de 1929 al 4 de marzo de 1930. De allí partió hacia Cuba, donde residió por tres meses. En la isla con forma de caimán se ventiló de luz; en la Gran Manzana, de lobreguez.
            En suelo neoyorquino tuvo la oportunidad de experimentar un acercamiento diferente a la moralidad y la sexualidad que gozaba en su original Granada. Por otra parte, allí descubre Hojas de hierba de Walt Whitman, un poemario que aborda manifiestamente el tema de la homosexualidad.
            Forastero del idioma  inglés, escribe Poeta en Nueva York durante su estancia en la Universidad de Columbia, y en parte a su regreso a España. Dicha colección de poemas, contiene al menos dos en los que se aborda el tema de la homosexualidad abiertamente. En “Tu infancia en Menton”, el hablante lírico reprocha al amado por su distanciamiento y falta de compromiso amoroso: “Norma de amor te di, hombre de Apolo, / llanto con ruiseñor enajenado, / pero, pasto de ruina, te afilabas / para los breves sueños indecisos”.
             “Oda a Walt Whitman”, escrito bajo el impacto directo que le produjo el gran poeta estadounidense, puede interpretarse como el manifiesto lorquiano sobre el tema de la homosexualidad. Lorca hace énfasis en la autenticidad del amor, independientemente de su naturaleza: “Tú buscabas un desnudo que fuera como un río –indica refiriéndose a Whitman– toro y sueño que junte la rueda con el alga, / padre de tu agonía, camelia de tu muerte, y gimiera en las llamas de tu ecuador oculto”.
            Versos más abajo leemos: “Por eso no levanto mi voz, viejo Walt Whitman, / contra el niño que escribe / nombre de niña en su almohada, / ni contra el muchacho que se viste de novia / en la oscuridad del ropero, / ni contra los solitarios de los casinos / que beben con asco el agua de la prostitución, / ni contra los hombres de mirada verde / que aman al hombre y queman sus labios en silencio”.
            Luego arremete contra los “maricas de las ciudades”, quienes, según él, pervierten y degradan el amor con su insinceridad y vicios: “Pero sí contra vosotros, maricas de las ciudades, / de carne tumefacta y pensamiento inmundo, / madres de lodo, arpías, enemigos sin sueño / del Amor que reparte coronas de alegría”.
            El Lorca neoyorquino bosqueja los signos místicos de representación para remar en un pantano espiritual. La gran urbe le resulta desatenta, mecánica, lo priva de los gratos aromas de su naturaleza granadina. Se espanta de la maldad que cobija, cae, se derrumba y alucina en un amorfo e incompatible cosmos, al tiempo que rechaza el trato dispensado a la otredad negra, como si fuese a los gitanos, a los homosexuales, reprimidos siempre: "¡Ay Harlem! ¡Ay Harlem! ¡Ay Harlem! / No hay angustia comparable a tus ojos oprimidos, / a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro, / a tu violencia granate sordomuda en la penumbra / a tu gran rey prisionero, ¡con un traje de conserje!".
            En su poema “La aurora” se estremece ante las sombras que proyectan sobre su alma indiferentes viciados rascacielos neoyorquinos de “inmensas escaleras” desprovistas de toda humanidad. Familiares símbolos, como el agua, aparecen desprovistos de su significación vital, “aguas podridas”, para revelar una existencia deprimente.
            Las palomas dejan de ser blancas para tornarse negras; los olorosos nardos exhalan pestilente angustia, los niños son abandonados, y la necesaria luz es sepultada. La llegada del amanecer sólo deja rastros de un naufragio de sangre. La madrugada, en su doliente misterio de estrenos, se transforma en gemido de muerte, “nardos de angustia dibujada”, así como se amilana ante “los ruidos de las cadenas que acaban por sepultar la luz naciente”.
            La naturaleza, tan humana como el alma para el poeta, es asesinada por la civilización. La sonrosada luz que precede a la salida del Astro Rey se funde con el nacimiento y la muerte en delirante batalla lírica. Todo es naufragio: “Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes como recién salidas de un naufragio de sangre”. El alba agoniza desde sus primero hálitos: “La aurora de Nueva York tiene/ cuatro columnas de cieno / y un huracán de negras palomas, / que chapotean las aguas podridas”. Los que madrugan o aquellos insomnes de la libertad excesiva, al igual que la voz poética, se saben protagonistas de una cotidiana catástrofe.
            La aurora de cieno impacta el mundo interior del hablante lírico; es el oscuro firmamento ajeno, que desconcierta al campesino de Fuente Vaqueros, que sufre el choque ante una impasible hipercivilización, impenetrablemente absurda.
            Poeta en Nueva York es el hermetismo enloquecido de la angustia que estremece. Rafael Alberti lo define como “el gran placer y la gran victoria lorquiana de destruir al verso demasiado elaborado, demasiado terso, demasiado métrico, demasiado preciso”. El escritor, ensayista, poeta y dramaturgo español José Bergamín, en el prólogo a la edición completa en México del libro, lo advierte como “una nube que  pasa por el sentir hondo y claro de nuestro poeta”. Para nosotros, es una aurora, muy adentro, independientemente de su geografía, que  “llega y nadie la recibe en su boca, porque allí no hay mañana ni esperanza posible”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario