Lorca (der.), en la Universidad de Columbia, con la intelectual mexicana María Antonieta Rivas y dos amigos sin identificar
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Por Leonardo Venta
En su primera
salida de España, Federico García Lorca vivió en Nueva York, desde el 25 de junio de 1929 al 4 de marzo de 1930. De
allí partió hacia Cuba, donde residió por tres meses. En la isla con forma de
caimán se ventiló de luz; en la Gran Manzana, de lobreguez.
En suelo neoyorquino tuvo la
oportunidad de experimentar un acercamiento diferente a la moralidad y la
sexualidad que gozaba en su original Granada. Por otra parte, allí descubre Hojas de hierba de Walt Whitman, un poemario que aborda manifiestamente el
tema de la homosexualidad.
Forastero del idioma inglés, escribe Poeta en Nueva York durante
su estancia en la Universidad de Columbia, y en parte a su regreso a España.
Dicha colección de poemas, contiene al menos dos en los que se aborda el tema
de la homosexualidad abiertamente. En “Tu infancia en Menton”, el hablante
lírico reprocha al amado por su distanciamiento y falta de compromiso amoroso:
“Norma de amor te di, hombre de Apolo, / llanto con ruiseñor enajenado, / pero,
pasto de ruina, te afilabas / para los breves sueños indecisos”.
“Oda a Walt Whitman”, escrito bajo el impacto
directo que le produjo el gran poeta estadounidense, puede interpretarse como
el manifiesto lorquiano sobre el tema de la homosexualidad. Lorca hace énfasis
en la autenticidad del amor, independientemente de su naturaleza: “Tú buscabas
un desnudo que fuera como un río –indica refiriéndose a Whitman– toro y sueño
que junte la rueda con el alga, / padre de tu agonía, camelia de tu muerte, y
gimiera en las llamas de tu ecuador oculto”.
Versos más abajo leemos: “Por eso no
levanto mi voz, viejo Walt Whitman, / contra el niño que escribe / nombre de
niña en su almohada, / ni contra el muchacho que se viste de novia / en la
oscuridad del ropero, / ni contra los solitarios de los casinos / que beben con
asco el agua de la prostitución, / ni contra los hombres de mirada verde / que
aman al hombre y queman sus labios en silencio”.
Luego arremete
contra los “maricas de las ciudades”, quienes, según él, pervierten y degradan
el amor con su insinceridad y vicios: “Pero sí contra vosotros, maricas de las
ciudades, / de carne tumefacta y pensamiento inmundo, / madres de lodo, arpías,
enemigos sin sueño / del Amor que reparte coronas de alegría”.
El Lorca neoyorquino bosqueja los
signos místicos de representación para remar en un pantano espiritual. La gran
urbe le resulta desatenta, mecánica, lo priva de los gratos aromas de su
naturaleza granadina. Se espanta de la maldad que cobija, cae, se derrumba y alucina en un
amorfo e incompatible cosmos, al tiempo que rechaza el trato dispensado a la
otredad negra, como si fuese a los gitanos, a los homosexuales, reprimidos
siempre: "¡Ay Harlem! ¡Ay Harlem! ¡Ay Harlem! / No hay angustia comparable
a tus ojos oprimidos, / a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro, / a
tu violencia granate sordomuda en la penumbra / a tu gran rey prisionero, ¡con
un traje de conserje!".
En su poema “La aurora” se estremece
ante las sombras que proyectan sobre su alma indiferentes viciados rascacielos
neoyorquinos de “inmensas escaleras” desprovistas de toda humanidad. Familiares
símbolos, como el agua, aparecen desprovistos de su significación vital, “aguas podridas”, para revelar una existencia deprimente.
Las palomas dejan de ser blancas
para tornarse negras; los olorosos nardos exhalan pestilente angustia, los
niños son abandonados, y la necesaria luz es sepultada. La llegada del amanecer
sólo deja rastros de un naufragio de sangre. La madrugada, en su doliente
misterio de estrenos, se transforma en gemido de muerte, “nardos de angustia
dibujada”, así como se amilana ante “los ruidos de las cadenas que acaban por
sepultar la luz naciente”.
La naturaleza, tan humana como el
alma para el poeta, es asesinada por la civilización. La sonrosada luz que
precede a la salida del Astro Rey se funde con el nacimiento y la muerte en
delirante batalla lírica. Todo es naufragio: “Por los barrios hay gentes que
vacilan insomnes como recién salidas de un naufragio de sangre”. El alba
agoniza desde sus primero hálitos: “La aurora de Nueva York tiene/ cuatro
columnas de cieno / y un huracán de negras palomas, / que chapotean las aguas
podridas”. Los que madrugan o aquellos insomnes de la libertad excesiva, al igual que la voz poética, se saben protagonistas de una
cotidiana catástrofe.
La aurora de cieno impacta el mundo
interior del hablante lírico; es el oscuro firmamento ajeno, que desconcierta
al campesino de Fuente Vaqueros, que sufre el choque ante una impasible
hipercivilización, impenetrablemente absurda.
Poeta en Nueva York es el hermetismo
enloquecido de la angustia que estremece. Rafael Alberti lo define como “el
gran placer y la gran victoria lorquiana de destruir al verso demasiado
elaborado, demasiado terso, demasiado métrico, demasiado preciso”. El escritor, ensayista, poeta y
dramaturgo español José Bergamín, en el prólogo a la edición completa en México
del libro, lo advierte como “una nube que
pasa por el sentir hondo y claro de nuestro poeta”. Para nosotros, es
una aurora, muy adentro, independientemente de su geografía, que “llega y nadie la recibe en su boca, porque
allí no hay mañana ni esperanza posible”.
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