Michael Pruitt, como el Conde Danilo, y Jessica Morin, en el papel de Anna Glawari, tuvieron un debut muy aplaudido en los roles protagónicos de “La viuda alegre”
Por Leonardo Venta
“La viuda alegre” – la obra más representativa del compositor austro-húngaro Franz Lehár, precisada por la exquisitez de un casi extinto ideal aristocrático, la gracia de sus deliciosos valses, un refinado humor y atractiva trama de equívocos y galanteos – fue la pieza que el Teatro Lírico Español de Tampa presentara en inglés el sábado, 10 de mayo, y el domingo 11 en la sala teatro del Centro para las Artes con sede en el Hillsborough Community College de Ybor City.
Estrenada en Viena el 30 de diciembre de 1905, estructurada en un preludio y tres actos, la obra centra el desarrollo de su trama en divertidos pretendientes que se deshacen por conquistar la codiciada mano de la acaudalada viuda Anna Glawari, en el París de finales del siglo XIX. Aunque la acción transcurre en la capital francesa, la trama nos remite a Pontevedro, que pudiese o no referirse a la decimonónica historia del montañoso Montenegro.
El libreto, escrito originalmente en alemán por Victor Léon y Leo Stein, y traducido a la lengua shakesperiana por Merle "Ted" Puffer y su esposa Deena, contó con la adaptación del polifacético y talentoso René González, director tanto de la obra como de la compañía, quien nos confesó concluida la función que incorporó al libreto elementos de la versión española para enriquecer el resultado hilarante de la opereta.
En más de cinco décadas de existencia, el Teatro Lírico Español ha sabido reverenciar las figuras tradicionales de su elenco; al mismo tiempo que se ha reformulado y enriquecido con nuevos talentos, como quedó probado el pasado fin de semana, cuando Michael Pruitt, como el Conde Danilo, y Jessica Morin, en el papel de la alegre viuda Anna Glawari, consumaron su exitoso debut en los roles protagónicos.
A la hora de evaluar el trabajo del reparto, es preciso establecer la dicotomía canto/actuación, sin olvidar que la opereta alterna pasajes hablados con fragmentos cantados, partiendo de unos inicios en que se perseguía parodiar el estilo circunspecto y dramático de la ópera. En ambas presentaciones, la parte actuada se sobrepuso a la cantada, teniendo en consideración la libertad expresiva que caracteriza al género en la búsqueda de una sonoridad más conveniente.
Aunque ambas presentaciones fueron exitosas, las interpretaciones vocales resultaron más acertadas la matinée del domingo. En el aspecto actoral, tanto sábado como domingo, los actores y actrices mostraron gran soltura escénica, dominio de la gesticulación, gracia, profesionalismo, armonía grupal y, sobre todo, hicieron ostensible y contagiosa la alegría que bien vaticinaba el título del espectáculo musical.
Dos violines, una viola y un violonchelo, armonizaron deliciosamente con el piano del director y arreglista Steve MacColley, para propiciar un armónico acompañamiento musical, que en su perfecta ubicación frente al proscenio nos evocaba los tan lenitivos conciertos de cámara. Hubo momentos en que no sabíamos si fijar nuestra mirada en el escenario o sobre el elegante cuadro que presentaban los uniformes músicos.
La labor de nuestro hombre orquesta, René González, junto a Marilyn Wadley, en la escenografía, pudiéramos calificarla de épica, al lograr con tan discretos elementos una arrobadora atmósfera de suntuosidad. Aparte del trabajo de los músicos, los personajes protagónicos, el acoplado coro y las tres bailarinas, que añadieron colorido a las espiraciones coreográficas de Cyndee Dornblaser, el desempeño de Gonzáles y Wadley en el vestuario puso en funcionamiento los engranajes que develaron los valores medulares de la sociedad aristocrática decimonónica europea, al mismo tiempo que desplegaban ante nosotros un museístico derroche estético.
La puesta en escena, como un todo, logró su cometido: enriquecer y vivificar nuestros sentidos, librarnos de las preocupaciones y afanes diarios, ofrecernos solaz estético, transportarnos a lugares, tiempos y personajes diferentes a los de nuestra realidad cotidiana, hacernos sonreír y soñar. Al abandonar el teatro experimentamos una sensación diferente – asombrosamente plácida – a la que sintiéramos cuando llegamos.
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