miércoles, 30 de abril de 2014

"El triángulo de la calle Bermudas"


De izq. a der.: MaryAnn Ra Bardi, en el rol de Fanny Saperstein; Marianne Meichenbaum, como Tess la Rufa; y Ron Forth en el papel de Johnny Paolucci.

Por Leonardo Venta

Con la historia de dos mujeres embriagadas de profusos onomásticos – arrojadas por sus respectivas hijas a un tragicómico devenir –, entre catárticas carcajadas que hilvanaban agudas reflexiones, la puesta teatral “Bermuda Avenue Triangle (El triángulo de la calle Bermudas)”, escrita por la popular actriz y guionista Renée Taylor (nominada al Emmy por su actuación en “The Nanny”) y su pareja, el actor y director Joseph Bologna, propició mi inicial apretón de manos con la compañía teatral Carrollwood Players, el sábado, 12 de abril de 2014.


La comedia en dos actos – bajo la dirección general de Robin New, la batuta artística de James Cass, y un elenco de cuatro actrices y dos actores – es un eufemismo de punzantes problemáticas existenciales, como la senectud, la falta de amor, la soledad y la alienación. En ésta se examina humorísticamente los conflictos de dos viudas alrededor de los setenta años de edad (la católica Tess la Rufa (Marianne Meichenbaum), y la judía Fanny Saperstein (MaryAnn Ra Bardi), instaladas en una casa de retiro de Las Vegas, que sus hijas Rita (Penni Willen) y Angela (Mary F. Jordan), respectivamente, les han comprado con el fin de desentenderse de ellas.


Para Tess y Fanny, el gozo de vivir había desaparecido hasta que una especie de sortilegio las induce a una incuestionable anagnórisis y, consecuentemente, despereza dicha agnición en nosotros los espectadores. Ambas reconocen que nunca es tarde para darle riendas sueltas a las inhibidas pasiones. Al mismo tiempo, la propuesta teatral pone a consideración del público las secuelas sociales asociadas al envejecimiento a través de audaces parlamentos y un muy bien elaborado lenguaje mímico.


Ya instaladas en su nueva morada, las dos viudas rumian profusas quejas relacionadas con sus años de infelicidad y las deficiencias de sus hijas. Si bien, un insólito conjuro del destino metamorfoseará sus amarguras en contagiosa felicidad. Johnny Paolucci (Ron Forth), un don Juan que las salva de ser asaltadas, resulta herido en el incidente. De esa forma, las ancianas amigas lo traen consigo a su hogar para cuidarlo. Extreman sus atenciones con él, al punto que las dos terminan envueltas en lúbricas desenfrenadas experiencias. Cada una se acuesta con Johnny, sin que la otra lo sepa.


La relajante música seleccionada y los adecuados contrastes de iluminación, a cargo de Frank Stinehour y Rae Schwartz, propiciaron la adecuada transición de las escenas, sumándole amenidad a la producción. El vestuario, los decorados y los accesorios, en manos de James Cass, provocaban placidez, en oposición al desequilibrio y la vasta gama de conflictos que experimentaban las protagonistas.


Los preponderantes matices rosados de la escenografía desdoblaban – en una apariencia de refrescante óleo sobre lienzo de gran formato – con los componentes rojos que integran ese color para significar la fuerza y la pasión que despiertan las fenohormonas del sexo opuesto en las damas de la tercera edad, en contraste con el otro oomponente del color rojo, el blanco, que simboliza la luz, el candor y la pureza tan cuestionada e implícita en la temática de la obra.


El escenario se me antojaba pequeño para actuaciones de la magnitud de Marianne Meichenbaum, MaryAnn Ra Bardi y Ron Forth, al punto de proyectar sus personajes con tal convicción, verosimilitud y vis cómica que eclipsaban sin proponerselo el lustre del resto del elenco. Por ende, en la conformación de "El triángulo de la calle Bermudas" se respiraba un sutil – ¿propicio o desequilibrante? – contraste entre papeles protagónicos y secundarios.

Este indiscutible éxito de los Carrollwood Players – apoyado en equívocos, jocosos enredos – apunta, desenfadadamente, hacia planteamientos artísticos y sociales elevados, en forma de incisivos furtivos soplos dramáticos. 


Satisfechos, mi sobrino Luis David, su novia Sarahí, y este servidor, abandonamos la sala de teatro, entre aplausos de aprobación, con varias propuestas por discernir: la desinhibición de los deseos reprimidos, las inevitables pulsaciones de los instintos versus la moral tradicional; así como la necesidad de desentrañar la compleja problemática de la tercera edad que impasiblemente nos aguarda.

viernes, 11 de abril de 2014

Sobresalen hispanos en roles protagónicos de «Tosca»


La soprano dramática puertorriqueña Rosa D’Imperio, debe entregarse al traicionero Barón de Scarpia (rol desempeñado brillantemente por el barítono, también puertorriqueño, Guido Lebrón) para salvar a su amante Mario Cavaradossi del fusilamiento
Por Leonardo Venta

 Una impresionante acogida ofreció el público a la  puesta en escena de «Tosca» realizada por la Ópera de Tampa los pasados 25 y 27 de abril en la Sala Morsani del Tampa Bay Performing Arts Center.

La audiencia respondió a ambas representaciones de la célebre obra de Giacomo Puccini con sorprendente entusiasmo. Cerradas ovaciones, así como entusiastas gritos de bravo coronaron, en más de una ocasión, las ejecuciones de las figuras protagónicas de esta pieza.

«Tosca», concluida en 1899 y estrenada el 14 de enero de 1900 en el Teatro Costanzi de Roma, es el fruto del trabajo conjunto de Puccini con los libretistas Luigi Illica y Giuseppe Giacosa, quienes llevaron el drama del francés Victorien Sardou a la ópera.

En la trama, Floria Tosca, una famosa “prima donna”, papel interpretado soberbiamente por la soprano dramática puertorriqueña Rosa D’Imperio, debe entregarse al traicionero Barón de Scarpia (rol desempeñado brillantemente por el barítono, también puertorriqueño, Guido Lebrón) para salvar a su amante Mario Cavaradossi del fusilamiento (personaje ejecutado magistralmente por el tenor argentino Gustavo López-Manzitti). Sin embargo, Scarpia engaña a Tosca, impulsándola a un final digno de la más grande tragedia griega.

Tanto la soprano como el tenor y el barítono convencieron, no sólo por sus interpretaciones vocales, sino también por el gran dominio escénico que desplegaron, muy en especial Rosa D’Imperio, quien se veía soberbia y bella en el papel de Tosca.

La Orquesta de la Ópera de Tampa, bajo la batuta del renombrado maestro Anton Coppola acompañó magistralmente a este elenco de estrellas. El Coro de la Ópera desempeñó igualmente un excelente trabajo. La escenografía, muy apropiada, ayudó a crear una ambientación completamente verosímil. El vestuario, elegante y fidedigno, propiedad del Teatro de la Ópera de Saint Louis, canalizó también el éxito de la obra.

Rosa D’Imperio, natural de Santurce, Puerto Rico, y residente en Nueva York, es la primera vez que visita Tampa. Ella es la Tosca ideal – bella y temperamental –, en toda la plenitud de sus condiciones interpretativas. “Mi ópera favorita es «Tosca», le sigue casi en predilección «Nabucco», de Verdi, la que voy a interpretar en septiembre en París”, confiesa felizmente la cantante.

Gustavo López-Manzitti, el Mario Cavaradossi de «Tosca», declaró al preguntársele cómo explicaba el éxito de esta producción: “La ópera fue creciendo por el tipo de elenco con que trabajamos. Nos hablábamos entre nosotros en español, podíamos compenetrarnos muy bien, teníamos muchas cosas en común que nos ayudaron a que la obra creciera”.

“Todos estamos aquí porque queremos trabajar con el último director de orquesta del estilo italiano que aún vive, que es Anton Coppola, una línea directísima de Puccini. Coppola estudió con el pianista de Puccini. Nadie conoce mejor el repertorio de la ópera que los directores italianos de esa época, y Coppola es el último que queda. Estamos aquí para apoyarlo y aprender de él”, indicó Guido Lebrón, natural del Viejo San Juan.   

miércoles, 9 de abril de 2014

Ernest Hemingway, discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura 1954


El embajador de Suecia en Cuba, Per Gunnar Vilhelm Aurell, presenta el Premio Nobel de literatura 1954 a Ernest Hemingway en su casa, Finca Vigía, San Francisco de Paula, Cuba.
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“Carente de toda habilidad para pronunciar discursos y sin ningún dominio de la oratoria o la retórica, agradezco a los administradores de la generosidad de Alfred Nobel por este Premio. Ningún escritor que conoce los grandes escritores que no recibieron el Premio puede aceptarlo a no ser con humildad. No es necesario hacer una lista de estos escritores. Todos los aquí presentes pueden hacer su propia lista de acuerdo a su conocimiento y conciencia. Me resultaría imposible pedir al Embajador de mi país que lea un discurso en el cual un escritor diga todas las cosas que están en su corazón. Las cosas que un hombre escribe pueden no ser inmediatamente perceptibles, y en esto algunas veces es afortunado; pero eventualmente se vuelven claras y por estas y por el grado de alquimia que posea, perdurará o será olvidado. Escribir al mejor nivel, es una vida solitaria. Organizaciones para escritores mitigan la soledad del escritor, pero dudo que mejoren su escritura. Crece en estatura pública a medida que se despoja de su soledad y a menudo su trabajo se deteriora. Debido a que realiza su trabajo en soledad y si es un escritor suficientemente bueno cada día deberá enfrentarse a la eternidad o a su ausencia. Cada libro, para un escritor auténtico, deberá ser un nuevo comienzo donde intentará nuevamente alcanzar algo que está más allá de su alcance. Siempre deberá intentar lograr algo que nunca ha sido hecho o que otros han intentado y han fracasado. Entonces algunas veces -con gran suerte- tendrá éxito. Cuán fácil resultaría escribir literatura si tan sólo fuera necesario escribir de otra manera lo que ya ha sido bien escrito. Debido a que hemos tenido tantos buenos escritores en el pasado es que un escritor se ve forzado a ir más allá de sus límites, allá donde nadie puede ayudarlo. Como escritor he hablado demasiado. Un escritor debe escribir lo que tiene que decir y no decirlo. Nuevamente les agradezco"

domingo, 6 de abril de 2014

Barranquilla seduce a Tampa



De izq. a der.: Carlos Camargo (figura clave en la organización del evento), junto a los artistas barranquilleros Carlos Restrepo, Karen Fabregas, Alex de la Torre, Inés Ospino y Neda Roa.
Por Leonardo Venta

El 3 de diciembre de 2013, en la galería Scarfone/Hartley de la Universidad de Tampa conocí a Karen Pauline Fabregas Romero, una hermosa joven colombiana de sedoso oscuro cabello y noble mirada. A falta de un amigo común que nos presentara, me le acerqué. Numerosas personas le hablaban al unísono. Me detuve, y aguardé con arrinconada paciencia de reportero en acecho. A la primera inesperada coyuntura, me presenté, y de ahí rompiendo el hielo de la indiferencia, pregunté a Karen – el nombre me suena ahora familiar – por qué ese tipo de arte, refiriéndome a sus dos obras en exhibición.

Toda la conversación giró alrededor de una de las grandes inquietudes que agitan al ente racional: el amor, paciente, servicial, generoso, humilde, puro, desinteresado, apacible, indulgente y justiciero. Karen me hablaba de lo mucho que le duelen los niños que venden dulces en las calles y autobuses de Barranquilla, mientras yo pensaba en miríadas de huérfanos bajo un disconforme techo de estrellas, en los menores desamparados, maltrechos, desnutridos, abusados física o sexualmente en todo el mundo, al mismo tiempo que menudeaba en mi pensamiento, como íntimo rosario, la quejumbrosa rima de las ‘joyitas sufrientes’ de Gabriela Mistral: “Piececitos de niño, / azulosos de frío, / ¡cómo os ven y no os cubren, / Dios mío!”.


Karen Pauline Fabregas Romero posa junto a su obra “Boxeador” 

“Mi obra está basada en los niños que trabajan en las calles y son explotados, negándoseles las posibilidades de un sistema de vida digno, malogrando su formación educacional, su salud, y dañando su futuro al no prestársele atención a este mal que alarmantemente va incrementándose”, admite Karen. “Son abusados, violentados en los buses y en las calles. Yo soy de Barranquilla y veo esa situación a diario, pero se vive igualmente en cualquier parte de Colombia, en toda Latinoamérica y en los diferentes países del mundo”, agrega, conmoviéndonos, la artista barranquillera.

Al referirse a “Candy child (niño del dulce)”, 70 x 60 x 40 cm, tamaño natural, escultura recubierta con las envolturas de estas golosinas, Karen afirma con tierna energía: “Esos dulces son los que ellos venden en los buses. Yo iba recogiendo las envolturas de dulce que la gente desechaba, para luego seleccionar las mejores y pegarlas con gran paciencia. Este muy trabajado proyecto me demoró cuatro meses”.

“Candy child (niño del dulce)”, 70 x 60 x 40 cm, escultura tamaño natural, Karen Pauline Fabregas Romero.
Luego agrega como repasando el doliente horizonte de su criatura en medio de la ruidosa galería: “Mi hermano me sirvió de modelo. Fui sacándole pieza por pieza con vendas de yeso, el mismo material con que se hacen las máscaras. Después vino el proceso de lijado, rellenar con yeso toda la obra, hasta que finalmente fui pegando poco a poco las envolturas de dulce. La obra es sumamente colorida, puesto que las envolturas tienen muchos colores. De todas maneras, el manejo del color es una metáfora que sugiere cómo la existencia de los niños debiera ser alegre. Dentro de la misma alusión, el título de la obra (Niño de dulce) propone dulzura, suavidad, deleite. Si bien, paradójicamente, los dulces le están robando su infancia”.

La otra obra de Karen en la exhibición, “Boxeador”, 57 x 50 x 50 cm, aborda, en la misma medida de todos los elementos de “Candy child”, la tragedia de estos menores desclasados, erigiéndose como vigoroso ejemplar del arte en pro del mejoramiento humano, necesaria y enérgica denuncia de los males que carcomen las simientes de cualquier sociedad, mucho más allá de su contexto regional e indiscutible valor estético. La artista utilizó periódicos, con toda la grisácea espiración de sus gradaciones, ya que, según ella, estos niños usan en gran medida los diarios, especialmente aquellos que pernoctan en los sórdidos parajes de asfalto y cemento. Hay otros que pasan todo el día en la calle pero duermen en casa.

“Boxeador”, 57 x 50 x 50 cm, escultura tamaño natural, cemento plástico y periódicos, Karen Pauline Fabregas Romero.
Inesperadamente, uno de los asistentes – quizá artista, por su teatral elegancia – se apropia de Karen. Accedo consternado. Me saludan algunos que no veía hacia años. Sonrío con ensayada reverencia, mientras anhelo toparme con al menos uno de los otros cuatro expositores que volaron desde Barranquilla a Tampa para estar presentes en la recepción de clausura de la exhibición de arte contemporáneo que responde al nombre de “Sister Cities Art”.

Volteo mi rostro hacia la pared y vuelvo a examinar la preciosa obra de gran formato, 150 cm x 100 cm, que llamara inicialmente mi atención, “Lenguajes de la inocencia 3”, del joven Javier Caraballo Navarro, donde una niña de espaldas, sobre una silla, dibuja su cándido universo con sutiles tonos grises sobre la inmensidad esperanzadora de una pared de ensueños. Pensé en la analogía metafórica entre la poesía y las artes plásticas.

“Lenguajes de la inocencia 3”, Javier Caraballo Navarro
Abstraído, escuchando el Adagietto de la Sinfonía núm. 5 de Gustav Mahler en mi mp3, pletórico de belleza, me encaminé al centro del salón entre inexploradas miradas para detenerme ante el diminuto domo, “Niño elevando cometa”, acrílico-vidrio, luz de LEDs, madera y resina, en el que una casi imperceptible criaturita me hizo pensar en el pequeño príncipe de Saint Exupery empinando papalote en una ciudad de ensueños, gracias al talento creativo de Nadir Figueroa Mena.

“Niño elevando cometa”, acrílico-vidrio, luz de LEDs, madera y resina, Nadir Figueroa Mena.

En tanto no cesaba de contemplar la idea de departir con algún otro artista barranquillero de visita en Tampa, llegué al vestíbulo de la preciosa galería. Allí me topé con un hombre maduramente jovial, de aspecto caucásico, el cual hablaba agraciadamente el castellano. Su nombre es Carlos A. Restrepo Labarrera, uno de los distinguidos visitantes. Con su efusiva azulada mirada, me saludó antes de extenderme la mano, como si hubiera entendido mis intenciones de entrevistarlo. Rápidamente percibí su entusiasmo viajero, en esta su primera visita a Estados Unidos.

Me condujo en el acto junto a su “Machete cacha roja”, escultura en lámina de aluminio, forjado en metal, para luego mostrarme su “Lapiesculturas”, un interesante ensamblaje sobre madera.

“Machete cacha roja”, Carlos A. Restrepo Labarrera
“El arte es una especie de comunicación”, me dijo Carlos. “Un elemento como es el machete, utilizado como herramienta y arma (violentamente), se cambia de contexto para convertirse en una obra completamente estética a través de su plasticidad, la ruptura de la rigidez, transformándose en un elemento agradable”, agregó. Nos despedimos con un fuerte abrazo, en el que fundimos el calor ennoblecido de dos pueblos hermanos.

jueves, 3 de abril de 2014

El poeta que nació un día que Dios estuvo enfermo

“Vallejo, que luchó a brazo partido con la palabra pero extrajo de sí mismo una actitud de incanjeable calidad humana, está milagrosamente afirmado en nuestro presente, y no creo que haya crítica, o esnobismo, o mala conciencia, que sean capaces de desalojarlo”. Mario Benedetti [1967]

Por Leonardo Venta

“Hay un vacío / en mi aire metafísico / que nadie ha de palpar: / el claustro de un silencio / que habló a flor de fuego. // Yo nací un día / que Díos estuvo enfermo”.
Cesar Vallejo




            Según Cesar Vallejo, el 16 de marzo de 1892, fecha en que él naciera en Santiago de Chuco – la capital de la Poesía en el Perú –, Dios estuvo enfermo. El poeta de las tristezas propias y, sobre todo, las ajenas, supo ahondar como pocos en el dolor cotidiano y la muerte; presentar al mundo como un lugar hostil donde los alienados viven sin esperanzas; al mismo tiempo que formular la superación de los males sociales mediante la solidaridad y la acción revolucionaria.
            La grandeza poética de Vallejo no tiene paragón en Perú ni, tal vez, en la América del siglo XX. Cuando emprendió su peregrinar por los piélagos de la poesía, reinaba en su país la pomposidad sensorial modernista de José Santos Chocano, la delicada constelación simbólica postmodernista de José María Eguren; y el etéreo refinamiento de “la belle époque peruana”, resumida en la lírica del también narrador Abraham Valdelomar, todos bajo el celaje del nicaragüense genio dariano.
            En el primer poemario de Vallejo, Los Heraldos Negros (impreso en 1918, aunque no circuló hasta 1919), si bien el no tan joven poeta – 26 años de edad – aún infunde aliento a la estética modernista, escapa de su ser un hondo bramido propio, desolado y sensible, capaz de tañer y estrujar las fibras más indóciles y recónditas del alma, para arropar el inmarcesible paraje evasivo de los poetas que le precedieron con el lamento del insondable dolor omnipresente: “Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma... ¡Yo no sé!”, gime virilmente Vallejo en el poema "Los heraldos negros" que da título general al libro que lo incluye
            Los Heraldos Negros, el poemario, está en buena medida colmado de poemas de amor, rasgados con componentes cristianos que el hablante lírico evoca o cuestiona, tras una constelación de culpas y arrepentimientos. En “El poeta a su amada”, leemos: “Amada, en esta noche tú te has crucificado / sobre los dos maderos curvados de mi beso, / y tu pena me ha dicho que Jesús ha llorado, / y que hay un viernesanto más dulce que ese beso”, para luego depositar un enamorado lúgubre ósculo a la pureza amorosa, “y habrán tocado a sombra nuestros labios difuntos. // Y ya no habrá reproches en tus labios benditos; / ni volveré a ofenderte. Y en una sepultura / los dos nos dormiremos, como dos hermanitos”.
             Además de la susodicha intimidad pasional entre hombre y mujer, el hablante lírico loa en Canciones de hogar, segmento que cierra su primer libro, una tibieza familiar donde además de las figuras de la adorada madre y el augusto padre – “En un sillón antiguo sentado está mi padre. / Como una Dolorosa, entra y sale mi madre. / Y al verlos siento un algo que no quiere partir”, se versifica la dulce memoria de Miguel, el hermano muerto, con dos tipos de ocultaciones, el del juego infantil, "las escondidas" y el de la muerte, el escondite del que no hay regreso: “Miguel, tú te escondiste / una noche de agosto, al alborear; / pero, en vez de ocultarte riendo, estabas triste. / Y tu gemelo corazón de esas tardes / extintas se ha aburrido de no encontrarte. Y / ya / cae sombra en el alma. // Oye hermano, no tardes / en salir. ¿Bueno? Puede inquietarse mamá”.
            Su segundo libro, Trilce (1922), constituye un momento clave en la renovación del lenguaje poético iberoamericano. Nuestro gran poeta trasciende los modelos tradicionales que hasta en cierto sentido había respetado, añadiendo elementos de la vanguardia a su poesía. Si bien, numerosos estudiosos afirman que alcanzó su plenitud como poeta con Poemas humanos y España, aparta de mí este cáliz, publicados póstumamente (1939 y 1940).
            A raíz de una falsa acusación de vandalismo y asesinato, fue a la cárcel por alrededor de tres meses. El 17 de junio de 1923 abandona para siempre su amado Perú, para dirigirse a una luminosa capital francesa que sólo le ofrecería tenebrosidades económicas y emocionales hasta la muerte. “Me moriré en París con aguacero, / un día del cual tengo ya el recuerdo. / Me moriré en París – y no me corro – / tal vez un jueves, como es hoy, de otoño”, presagió en “Piedra negra sobre una piedra blanca” (1937).
            El Vallejo que descendió en calidad de irreverente Cristo-poeta, o Alonso Quijano – en angustiosa anagnórisis – a la Cueva de Montesinos, o al literal infierno de la condición humana, si bien no murió un jueves, falleció un Viernes Santo, el 15 de abril de 1938. para darle forma a tan desgarradora experiencia en quejumbrosos y apasionados henchidos versos.
            Cristo marxista, camarada de los pobres y desclasados, juglar de la justicia, el amor y la solidaridad social, César Vallejo vivió y escribió – magistralmente – como quien robara ‘huesos ajenos’, o se bebiera el café que le estaba destinado a otro.

miércoles, 2 de abril de 2014

Entre irreverentes monólogos

Marisol Correa


Por Leonardo Venta

Aquellos que nos hemos embriagado de profusos onomásticos, conocemos de cerca el ineludible efecto transformador de los años. Sin embargo, aparte del sigiloso arrollador desasosiego que padecemos a merced de relojes y calendarios, existe otra manifestación subjetiva del tiempo, inexplicablemente suspendida en éste, determinada por nuestra libertad y capacidad de sentir y sentirnos. Mi zambullida teatral del pasado sábado, tuvo algo de ambas experiencias.


Hube de enterarme en el invierno de 1996 del estreno en Nueva York de “Los monólogos de la vagina”, revolucionaria pieza teatral de la feminista Eve Ensler. Con el polémico vocablo ‘revolución’ estacado en mis sentidos, perdiendo pesadamente su calor de estrenos en la poco frecuentada estratósfera cultural que limita mis proscriptas provincianas espiraciones, hube de esperar 18 años por la llegada de los susodichos monólogos a Tampa. La prolongada espera quizá explique, entre otras razones, el deleitable lleno total de la sala  teatro del centenario Centro Asturiano.

Y como de esperas se trataba, desde mi butaca – que prologaba un áspero silente monólogo/diálogo con mi trasero –, me transpolaba a la descripción que hace Émile Zola en su novela Naná del impaciente bullicioso público que aguardaba por largo tiempo la salida a escena de la voluptuosa protagonista de su narración. El espectáculo del 22 de marzo de 2014, anunciado para las 8:30 p.m., tuvo algo de esa deliciosa espera, para algunos, e irritante demora, para otros. Comenzó pasadas las nueve de la noche.

Una pegajosa música dictó el comienzo de la obra; mientras, resguardado en la opacidad escénica, yo descorría inconscientemente mis etiquetadas emociones. Alba Roversi, Marisol Correa y Judith González se transformaron en soberanas de la soirée. Resguardaban sus cómplices libretos en atriles, mientras sentadas, y a veces de pie, parecían rivalizar y armonizar entre ellas capacidades histriónicas que recorrían los oscuros rincones de la sexualidad femenina – a mi juicio, los momentos más acertados de la obra –, mientras,  en un irreverente afán por arrancar carcajadas, daban la impresión de tropezar de vez en cuando con la vulgaridad; si bien, el sentir solidario y emancipador de la propuesta escénica y sus excelentes actuaciones exoneraron un poco los impelidos embates de la tosquedad.

Bajo la dirección del venezolano Manuel Mendoza, su compatriota Roversi, que exhibe una valiosa trayectoria artística; la colombiana Correa, en mi opinión, lo mejor de la velada; y la cubana González, célebre por su personificación de “Magdalena la pelua”, se desdoblaron en numerosas caracterizaciones testimoniales para reflejar el resultado de decenas de entrevistas realizadas por Ensler a féminas de todas las edades y estratos sociales. La obra abanicó un discurso feminista, con todas sus consabidas connotaciones, el cual fundía acontecimientos adversos con otros deleitables, valiéndose, a su vez, de un humor que no entiende de dogmas, mucho menos de comportamientos desvinculados del sentir popular en cada una de sus más genuinas manifestaciones.

Evaluando la risa – un objetivo que perseguía y logró prolijamente la experiencia del 22 de marzo –, entendiéndola como máscara de problemáticas existenciales esenciales, la obra fue una franca invitación a la hilaridad reflexiva. Se mofaba de la realidad, la desnudaba,  al funcionar como un dispositivo social purificador que establecía un productivo diálogo – no monólogo – para otorgarle una nueva textura, táctil, olfativa, digerible, a la  tramoya escénica.

La deshabitada escenografía y la atmósfera literalmente sombría, conjuraban la necesidad protagónica del lenguaje como elemento de denuncia, estimulando el genuino efecto catártico, fúlgido, de la pieza teatral, en su función de desenmascarar las apariencias, la hipocresía, los tabúes sociales; al mismo tiempo que desmaquillaba la ancestralmente pintorreteada identidad  femenina para devolverle su desbetunado y maniatado lustre.