Por Leonardo Venta
Labramos nuestro propio destino, moldeamos nuestra realidad, en tanto elementos extrínsecos indistintamente desabotonan el curso de nuestro peregrinar por la tierra, dentro de un incesante y sorprendente proceso de reajuste. Tratamos de hallar respuestas a las numerosas interrogantes que nos ciñen. Hay mucha incertidumbre en el camino, especialmente en el recodo de la conciencia.
El ser humano, que experimenta, en mayor o menor grado, la necesidad de realización, vida plena y supervivencia, se enfrenta a la irremediable sentencia de un final; es decir, sabe que más allá de todos sus logros y anhelos, le aguarda la inclemente hoz de la muerte.
La defunción es una de las preocupaciones cardinales del ser pensante. La nada existencial es un tema muy investigado por los filósofos. A Jean-Paul Sartre se le debe una de las obras más importantes sobre el asunto, El ser y la nada, donde se expone qué es el ser y cómo dar un sentido al concepto de la nada.
Los triunfos – al igual que la endeble felicidad – son transitorios, subjetivos y fortuitos. La sombra que proyecta nuestro cuerpo en el espacio, nos advierte constantemente la temible amenaza de las tijeras empuñadas por la mayor de las tres Moiras. Nos amedrenta el demoledor paso de las horas: "Omnes horae vulnerant, ultima necat".La defunción es una de las preocupaciones cardinales del ser pensante. La nada existencial es un tema muy investigado por los filósofos. A Jean-Paul Sartre se le debe una de las obras más importantes sobre el asunto, El ser y la nada, donde se expone qué es el ser y cómo dar un sentido al concepto de la nada.
Estamos marcados por experiencias a partir de situaciones y apreciaciones específicas. La realidad, que en su atributo general puede parecer única, es interpretada de diferentes formas por cada individuo. Los hechos, e ideas, son experimentados y procesados desigualmente por cada perceptor: “Todo depende del color del cristal con que se mire”.
Cada existencia tiene un timbre determinado por la elección individual. El destino humano se rige por decisiones, conscientes o indeliberadas. Siempre existen alternativas, aun en las resoluciones más básicas. Las circunstancias, al mismo tiempo, son arrolladoras. Con la frase "Yo soy yo y mi circunstancia", el filósofo Ortega y Gasset se refiere a la realidad del individuo, mediada por lo que le rodea.
Nos anegamos en la angustia al intentar entender la aparente inconciliable relación entre lo ideal y lo real, entre los osados designios de los instintos y la atosigante circunspecta razón. En tanto, anhelamos relacionarnos con Dios, sin intermediarios, sin lo ambivalente y entorpecedor de la religión y la religiosidad. Nos abruma un hambre indecible de inmortalidad.
Cuestionamos la existencia de Dios, reflejada en nuestra voluntad de vivir como creyentes y en la imposibilidad, muchas veces, de creer. Nuestra fe desfallece, nuestro parvo entendimiento no logra asimilar, admitir cabalmente, lo que nuestros labios manifiestan profesar. No obstante, confesamos una fe que no tenemos: engañamos y nos engañamos, para encontrar una razón de vivir, para esperanzar y esperanzarnos.
Trasmutamos de una confianza candorosa en los preceptos religiosos a una postura de confusión y escepticismo. Nos contaminamos de insinceridad. Nuestros conflictos espirituales, que han existido desde que la espesa niebla de la duda se superpuso por vez primera sobre nuestro horizonte, vagan sobre el enrevesado límite perceptor que nos sujeta.
Nos debatimos, aunque no lo admitamos, entre el deseo de creer en la existencia de Dios, y la incertidumbre ante la verdad o falsedad de dicha creencia; sufrimos, presagiamos, escuchamos desalentados el hosco tictac de la muerte. Nos debatimos entre frecuentadas aprensiones y, ¿por qué no?, esporádicos lenitivos logros. En fin, que el ser y el existir son procesos nada sencillos. Enfrentarlos es un sápido cotidiano ejercicio de estoicismo.
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