'Don Quijote leyendo' (1865-1867), de Honoré Daumier |
Por Leonardo Venta
Por mi parte, al reencontrarme con mi mujer, Juana Panza, polionomasia que es frecuente en la narración de don Miguel – también la llama Juana Gutiérrez, Mari Gutiérrez y Teresa Panza –, tuve que sufrir el escucharle la reclamación de regalos. Aleccionadoramente, con lo que ya he aprendido de mi buen don Quijote, le manifesté que el ser escudero de un caballero andante vale más que cualquier dicha material, así como le prometí que en la próxima salida esperaba poder nombrarla condesa o regalarle una ínsula, según me favoreciese el destino.
Ya instalado en su hogar, mi amo tuvo que sufrirse al cura y al barbero, que acudían a visitarlo para evaluar su estado mental. Es ignominioso cómo el sacerdote se regocijaba al confirmar que el juicio de don Quijote continuaba trastornado: “El cual [el cura], gustando de oírle [al Quijote] decir tan grandes disparates…”. Anotemos aquí una cautelosa crítica de don Miguel a la hipocresía religiosa.
Asimismo, don Miguel es uno de los primeros en satirizar literariamente los arbitrios, derechos o impuestos con que se arbitran fondos para ser entregados al rey, y que ocasionan un descontento popular: “… todos o los más arbitrios que se dan a su Majestad o son imposibles o disparatados o en daño del rey o del reino”.
Al mismo tiempo, se ofrece a través del bachiller Sansón Carrasco la reflexión sobre el texto mismo. Carrasco, además de personaje, es lector de la obra de Cide Hamete Benengeli [a quien lúdicamente don Miguel atribuye la autoría de Don Quijote], que ya comienza a universalizarse.
Carrasco afirma que “hay diferentes opiniones, como hay diferentes gustos”, para luego esgrimir la Poética de Aristóteles: “… pero uno es escribir como poeta, y otro como historiador: el poeta puede contar o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna”.
Cuando mi señor y yo fuimos al Toboso a ver a Dulcinea, éste recibe un duro zarpazo al constatar y admitir por primera vez que su idealizada amada es una rústica campesina: “Tendió don Quijote los ojos por todo el camino del Toboso, y como no vio sino a las tres labradoras, turbose todo y me preguntó – a mí, a Sancho –, si la había dejado fuera de la ciudad”, a lo que le respondí que Dulcinea sí era una de las tres campesinas, pero posiblemente transformada en labradora por los encantamientos del mago Frestón; mientras mi señor “no descubría en ella sino una moza aldeana, y no de muy buen rostro, porque era carirredonda y chata”.
Se constata aquí una inversión de roles – mi descabellado idealista amo admite esta vez la realidad tal como se presenta: Dulcinea es una labriega “no de muy buen rostro”; mientras yo, el de los pies sobre la tierra, justifico su idealizado linaje al valerme del ya citado ardid de un posible encantamiento –, recurso del que se vale don Miguel, muy por encima de la voluntad de mi amo y la mía, para sugerir la mutabilidad de toda percepción y de toda realidad. El impacto de desencanto de don Quijote ante Dulcinea es tan fuerte, que en la primera aventura que se le presenta, la de las Cortes de la Muerte, exclama: “… y ahora digo que es menester tocar las apariencias con la mano para dar lugar al desengaño”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario