Por Leonardo Venta
"Recordar a Miguel Hernández que desapareció en la oscuridad y recordarlo a plena luz, es un deber de España, un deber de amor. ¡Nos toca ahora y siempre sacarlo de su cárcel mortal, iluminarlo con su valentía y su martirio, enseñarlo como ejemplo de corazón purísimo! ¡Darle la luz! ¡Dársela a golpes de recuerdo, a paletadas de claridad que lo revelen, arcángel de una gloria terrestre que cayó en la noche armado con la espada de la luz!".
Pablo Neruda
Miguel Hernández, emisario que asiera con augusta gracia el ingenio y la pureza de la poesía, la que el Pablo poeta americano reparara, emocionado y reverente, como espada de la luz, cumpliría 101 años de vida el próximo 30 de octubre, si no se hubiese remontado con dolorosas riendas de niño de aquel penal de Alicante, sin haber cumplido aún los 32 años, herido por la tuberculosis, la injusticia y el desamor.
El aldeano de Orihuela era poeta por los cuatros costados. Escribía con profunda sencillez en una época donde prevalecía el filosofismo poético de la Generación del 27 y la renovación de la poesía culta de Garcilaso de la Vega y Luis de Góngora. Su sentir, hondo, humilde y conmovedor, lo dejó plasmado en versos pulcros y musicales.
Su primer libro, Perito en lunas, refleja el trabajo autodidacta del campesino que se enamora de la poesía de Góngora. En su segunda etapa, 1936, la de El rayo que no cesa, el poeta ya encuentra su tono inconfundible, exaltando, con ímpetu consolidado, los temas de su primer periodo.
Al iniciarse la Guerra Civil española, en julio de 1936, se alistó en las filas del ejército republicano para defender sus ideales patrios. De esa etapa es este patético fragmento lírico: “Sentado sobre los muertos como ruiseñor de las desdichas, eco de la mala suerte”. Varias obras de teatro y dos libros de poemas – Viento del pueblo (1937) y El hombre acecha (1939) – constituyen su testimonio literario de aquel momento gris de la historia española.
En plena guerra, se casa con Josefina Manresa. De este matrimonio nacen dos hijos. El primero muere a los diez meses; al año siguiente nace Manuel Miguel, el segundo. Con la victoria del bando nacional, el poeta es condenado a muerte, pena que se le disminuye a treinta años de prisión. Su experiencia penitenciaria le inspira Cancionero y romancero de ausencias (publicado después de su muerte en 1958). A Manuel Miguel le escribe su “Nanas de la Cebolla”, donde existe un retorno a los procedimientos de la poesía popular tipo tradicional en forma de seguidilla.
En prisión, recibe una carta de su esposa, en la que le relata que por muchos días no había otra cosa de comer que cebolla. En misiva fechada el 12 de septiembre de 1939, Miguel Hernández le responde: “Estos días me los he pasado cavilando sobre tu situación, cada día más difícil. El olor de la cebolla que comes me llega hasta aquí y mi niño se sentirá indignado de mamar y sacar zumo de cebolla en vez de leche”.
Desde la impotencia de su celda, con demoledora tristeza, el poeta levantino anhela restaurar con sus versos la incógnita alegría de su famélico retoño: “Es tu risa la espada / más victoriosa, / vencedor de las flores / y las alondras. / Rival del sol. / Porvenir de mis huesos / y de mi amor”.
Miguel Hernández dijo alguna vez: “Porque yo empuño el alma cuando canto”. En realidad, llevaba el alma a flor de pie en todo momento, con dolorida pureza. Supo como nadie transformar el sombrío horizonte de su experiencia en entrañables notas de amor y belleza. Brindémosle, pues, nuestro más sincero reconocimiento. Como dijera Neruda: ¡Démosle la luz!
"Nanas de la cebolla"
Por Miguel Hernández
Por Miguel Hernández
La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla,
hielo negro y escarcha
grande y redonda.
.
En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.
.
Una mujer morena
resuelta en luna
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te traigo la luna
cuando es preciso.
.
Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en tus ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que mi alma al oírte
bata el espacio.
.
Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.
.
Es tu risa la espada
más victoriosa,
vencedor de las flores
y las alondras
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.
.
La carne aleteante,
súbito el párpado,
el vivir como nunca
coloreado.
¡Cuánto jilguero
se remonta, aletea,
desde tu cuerpo!
.
Desperté de ser niño:
nunca despiertes.
Triste llevo la boca:
ríete siempre.
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa
pluma por pluma.
.
Ser de vuelo tan lato,
tan extendido,
que tu carne es el cielo
recién nacido.
¡Si yo pudiera
remontarme al origen
de tu carrera!
.
Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.
.
Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.
.
Vuela niño en la doble
luna del pecho:
él, triste de cebolla,
tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa ni
lo que ocurre.
"El niño yuntero"
Por Miguel Hernández
Carne de yugo, ha nacido
más humillado que bello,
con el cuello perseguido
por el yugo para el cuello.
Nace, como la herramienta,
a los golpes destinado,
de una tierra descontenta
y un insatisfecho arado.
Entre estiércol puro y vivo
de vacas, trae a la vida
un alma color de olivo
vieja ya y encallecida.
Empieza a vivir, y empieza
a morir de punta a punta
levantando la corteza
de su madre con la yunta.
Empieza a sentir, y siente
la vida como una guerra
y a dar fatigosamente
en los huesos de la tierra.
Contar sus años no sabe,
y ya sabe que el sudor
es una corona grave
de sal para el labrador.
Trabaja, y mientras trabaja
masculinamente serio,
se unge de lluvia y se alhaja
de carne de cementerio.
A fuerza de golpes, fuerte,
y a fuerza de sol, bruñido,
con una ambición de muerte
despedaza un pan reñido.
Cada nuevo día es
más raíz, menos criatura,
que escucha bajo sus pies
la voz de la sepultura.
Y como raíz se hunde
en la tierra lentamente
para que la tierra inunde
de paz y panes su frente.
Me duele este niño hambriento
como una grandiosa espina,
y su vivir ceniciento
resuelve mi alma de encina.
Lo veo arar los rastrojos,
y devorar un mendrugo,
y declarar con los ojos
que por qué es carne de yugo.
Me da su arado en el pecho,
y su vida en la garganta,
y sufro viendo el barbecho
tan grande bajo su planta.
¿Quién salvará a este chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?
Que salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de ser hombres son
y han sido niños yunteros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario