jueves, 24 de marzo de 2011

En marcha hacia el siglo XIII

Giotto di Bondone (1267-1337), “Madona en Majestad”

Por Leonardo Venta



Gonzalo de Berceo (1198?-1264?), el primer poeta castellano de nombre conocido, sobresale entre los autores que emplearon la forma poética llamada “mester de clerecía”. Su obra más notable, “Milagros de Nuestra Señora”, está escrita en versos alejandrinos, sujetos a la cuaderna vía*, a imitación de los modelos franceses.

Contemporáneo del Rey Sabio (Alfonso X), Berceo fue un modesto clérigo con la capacidad sensorial de transformar lo extraterreno en jugosa y corpórea realidad. Su lírica llega al lector común mediante el empleo de un lenguaje asequible con divertida ligereza y un fin moralizante y evangelizador.

En “Milagros de Nuestra Señora”, que abarca 25 milagros de la Virgen precedidos por una introducción alegórica, se perfila la virtud del poeta en el uso de lo concreto para expresar lo espiritual, según señala Azorín. Berceo entiende el significado de los sentidos, al extremo, de que a éstos achaca todos los peligros, y es la expiación de dichos sentidos lo que propone sacrificar estoicamente como ofrenda para obtener el bien inefable de la vida eterna.

Partiendo de cierta sencillez de hermosura natural, Berceo imagina un divinizado trasmundo, todo desde luego dedicado a una Santa Virgen que puede crecer de improviso hasta convertirse en la Mater Dolorosa; pero que es, sobre todo, algo así como una enérgica ama de casa celestial, correctora de sus hijos, madraza a la española, incapaz de abandonarlos ante ningún aprieto, pero con la que hay que tener las cuentas claras. La María de Berceo es muy capaz de entendérselas a estacazo limpio con el diablo y sus ángeles del mal, si es preciso.

Es importante cómo en este poema el andar bien o mal en los caminos espirituales depende, en primer término, en entender o no entender el culto a la Virgen. Quien lo entendiese y lo llevase a la práctica adecuadamente, por muy grandes que hayan sido sus pecados, su alma alcanzará el perdón el día del juicio final.

La obra berceica es una mezcla exquisita de una espontánea mística primitiva con chispazos del habla popular. Si Berceo nunca es un escritor original, sino un transcriptor de textos ajenos, su tono poético es siempre originalísimo. Su profundidad intelectual resalta especialmente, entre los Milagros de Nuestra Señora, en el XXIV, el del Vicario Teófilo que se creía humilde y no lo era, cuya hondura psicológica es precoz para la literatura del siglo XIII. Es magistral cómo dibuja el tipo de hombre que rechaza ser Obispo por no creerse digno y que, después, no puede tolerar el sentirse menguado.

En “Milagros de Nuestra Señora”, el monje poeta resalta la doctrina católica, basada en la tradición, donde se le atribuyen a la Virgen dones divinos, como un arma quizá de defensa ante los ataques doctrinales de otros grupos religiosos, tales como los algingenses, que negaban dichas potestades. Es la Virgen berceica la que siempre está dispuesta a sacar la cara por los suyos, con razón o sin ella; es como un personaje de carne y hueso, difícil de olvidar.


En el Milagro II del poema, el impúdico sacristán de Nuestra Señora es tan frágil en su obrar, que sucumbe ante las tentaciones de Belcebú. No obstante, observamos cómo, a pesar de sumergirse profundamente en el pecado, nunca abandona su culto y reverencia a la Virgen.

La protección de la Virgen Madre siempre llega en el momento en que el alma del descarriado corre peligro, algo así, como la María Auxiliadora, que no mira al pecado, sino cuyo amor supera, justifica y se compadece de toda debilidad de la carne.

Este poema es innovador para la hermética sociedad medieval, en cuanto a la original audacia de su contenido y el desenfado de su tono; es como un pedacito de cielo sobre una humilde mesa donde cualquier tipo de lector puede cenar con nutritiva placidez.

*Cuaderna vía, estrofa de alejandrinos monorrimos, típica del mester de clerecía (AAAA). Un verso alejandrino está compuesto de dos partes de 7 versos cada una (7 + 7) , que se separan mediante la cesura, imponiendo una pausa semejante a la de final de verso. A cada una de las dos partes separadas por la cesura se les llama hemistiquio.

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