Por Leonardo Venta
Las epopeyas grecorromanas proyectaron su sombra sobre La Edad Media castellana para conseguir que la poesía, colmada de proezas de héroes que resumen los valores religiosos y culturales de una nación y una época, descollara en el Cantar de Mío Cid, “el primer monumento de la literatura española”, según Ramón Menéndez Pidal.
Alrededor del año 1140, un juglar castellano, oriundo de tierras de Medinaceli, hubo de entrever en el conjunto de leyendas y narraciones que corrían sobre la figura del burgalés Rodrigo de Vivar, el Cid, la posibilidad de un gran poema, de un nuevo cantar de gesta, con el que ganaría fama, fortuna y reconocimiento.
La figura del héroe que sirvió a los reyes cristianos Sancho II y Alfonso VI, pero también al rey taifa musulmán de Zaragoza, y que frenó la expansión almorávide hacia Aragón y Cataluña, conquistando y dominando Valencia, había desaparecido varias décadas atrás, en 1099.
A partir de entonces, la imaginación popular le asignó nuevas dimensiones a su memoria. El Cid castellano, triunfador guerrero pero desdichado ante su rey, "al que no se humilla pero contra el cual tampoco se subleva", sobrevivió a través de la historiografía, la literatura y la leyenda.
En el poema, el juglar hace gala de sus dotes para conmover, despertando compasión y admiración al mismo tiempo, en una época de la que no se conservan en España grandes obras juglarescas, a no ser una que otra ‘chanson’ de origen francés, alguna composición destinada al vulgo, lo que la convierte en la obra literaria más antigua que del castellano se conserva.
El Cantar de Mío Cid pronto adquirió gran difusión y popularidad. Fue objeto de sucesivos arreglos y modificaciones. Alfonso X el Sabio, hacia 1270, lo prosifica en la Primera Crónica General, como fuente histórica. Sin embargo, posteriormente sufre un período de olvido, hasta que Juan Antonio Sánchez lo incluye en el primer tomo de su Colección de Poesías Castellanas Anteriores al Siglo XV, en 1779.
El poeta inglés Robert Southey lo llama “el más hermoso poema escrito en lengua castellana”; Friedrich von Schlegel, importante crítico y filósofo del romanticismo literario alemán, establece que “Un solo recuerdo como el del Cid es de más valor para una nación que toda una biblioteca llena de obras literarias hijas únicamente del ingenio y sin un contenido nacional”.
Se cree que el Cid literario, noble y elevado, se diferencia un tanto del histórico, al que se le atribuyen rasgos de crueldad; se dice, además, que recibió el título de “Cid”, que significa, “señor mío”, por haber conquistado seis reyes moros a la vez, y que aun después de muerto, sobre su caballo Babieca, junto a los suyos, salió al encuentro de los moros, quienes al verle se desbandaron.
En el horizonte del Cantar, sobre el que se tienden la ficción y la realidad, pululan la toponimia de lugares citados con extrema fidelidad, el perfil histórico y el testimonio de un alma españolísima, sin que le estorben los exiguos rasgos que comparte con la “chanson” francesa. Al igual que los galos adoran a su Roland, especie de mártir cristiano, los herederos de la lengua de Cervantes reverenciamos al tempestuoso y generoso Cid que sacudió a los moros infieles y aún derrocha virtudes juglarescas sobre nuestros extasiados sentidos.
Las epopeyas grecorromanas proyectaron su sombra sobre La Edad Media castellana para conseguir que la poesía, colmada de proezas de héroes que resumen los valores religiosos y culturales de una nación y una época, descollara en el Cantar de Mío Cid, “el primer monumento de la literatura española”, según Ramón Menéndez Pidal.
Alrededor del año 1140, un juglar castellano, oriundo de tierras de Medinaceli, hubo de entrever en el conjunto de leyendas y narraciones que corrían sobre la figura del burgalés Rodrigo de Vivar, el Cid, la posibilidad de un gran poema, de un nuevo cantar de gesta, con el que ganaría fama, fortuna y reconocimiento.
La figura del héroe que sirvió a los reyes cristianos Sancho II y Alfonso VI, pero también al rey taifa musulmán de Zaragoza, y que frenó la expansión almorávide hacia Aragón y Cataluña, conquistando y dominando Valencia, había desaparecido varias décadas atrás, en 1099.
A partir de entonces, la imaginación popular le asignó nuevas dimensiones a su memoria. El Cid castellano, triunfador guerrero pero desdichado ante su rey, "al que no se humilla pero contra el cual tampoco se subleva", sobrevivió a través de la historiografía, la literatura y la leyenda.
En el poema, el juglar hace gala de sus dotes para conmover, despertando compasión y admiración al mismo tiempo, en una época de la que no se conservan en España grandes obras juglarescas, a no ser una que otra ‘chanson’ de origen francés, alguna composición destinada al vulgo, lo que la convierte en la obra literaria más antigua que del castellano se conserva.
El Cantar de Mío Cid pronto adquirió gran difusión y popularidad. Fue objeto de sucesivos arreglos y modificaciones. Alfonso X el Sabio, hacia 1270, lo prosifica en la Primera Crónica General, como fuente histórica. Sin embargo, posteriormente sufre un período de olvido, hasta que Juan Antonio Sánchez lo incluye en el primer tomo de su Colección de Poesías Castellanas Anteriores al Siglo XV, en 1779.
El poeta inglés Robert Southey lo llama “el más hermoso poema escrito en lengua castellana”; Friedrich von Schlegel, importante crítico y filósofo del romanticismo literario alemán, establece que “Un solo recuerdo como el del Cid es de más valor para una nación que toda una biblioteca llena de obras literarias hijas únicamente del ingenio y sin un contenido nacional”.
Se cree que el Cid literario, noble y elevado, se diferencia un tanto del histórico, al que se le atribuyen rasgos de crueldad; se dice, además, que recibió el título de “Cid”, que significa, “señor mío”, por haber conquistado seis reyes moros a la vez, y que aun después de muerto, sobre su caballo Babieca, junto a los suyos, salió al encuentro de los moros, quienes al verle se desbandaron.
En el horizonte del Cantar, sobre el que se tienden la ficción y la realidad, pululan la toponimia de lugares citados con extrema fidelidad, el perfil histórico y el testimonio de un alma españolísima, sin que le estorben los exiguos rasgos que comparte con la “chanson” francesa. Al igual que los galos adoran a su Roland, especie de mártir cristiano, los herederos de la lengua de Cervantes reverenciamos al tempestuoso y generoso Cid que sacudió a los moros infieles y aún derrocha virtudes juglarescas sobre nuestros extasiados sentidos.
todo lo k sea arte es hermoso
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