Por Leonardo Venta
Los que hemos leído a Borges, sabemos de sus reiteradas geniales interpolaciones enciclopédicas. “Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten”, afirma en su cuento “El Aleph”. Asimismo, sus duendes literarios circunvalan el paisaje de la filosofía con prodigioso y frecuentado lúdico gesto.
En sus incursiones filosóficas prevalece el carácter artístico/estético de la literatura, algo que la filosofía como ciencia evita. Según el hispanista y traductor Roberto Paoli, “No puede exigírsele [a Borges] esa coherencia que se le pide a un filósofo sistemático”, precisamente por ser literato. En ese sentido la estética literaria trasciende los argumentos racionales que esgrime la filosofía, pero no por eso los subestima.
Es evidente en Borges una visión metafísica de la realidad, como parte del idealismo con el que se identifica muy tempranamente, metafísica que se aviene a la estética de la literatura fantástica, a mi juicio, el sello más distintivo de este autor, con el que marcó, como suele ennoblecérsele, un antes y un después en el contexto de las letras castellanas.
En el cuento “Tlö, Uqbar, Orbis Tertius”, Borges expresa: “Los metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica”. La voz narrativa entiende la realidad como un sueño, disquisición que implica escepticismo ante la vida, al superponer, embrollándolas, las dimensiones sueño-realidad. Asimismo, en “Las ruinas circulares” relata el empeño audaz de un hombre en soñar a otro hombre y descubrir, decepcionado, que es también el sueño de un tercer individuo.
Eh ahí, en la dualidad realidad- ficción, algo que ya había explorado Cervantes hasta la saciedad en Don Quijote, la razón, en parte, del carácter lúdico de los textos borgeanos, que no sólo el autor blande para estimular determinados efectos en el lector (de los que no me ocuparé aquí), sino como válvula de escape a la intrínseca frustración (que responde al reconocimiento humano de su propia vulnerabilidad y limitación) dentro de una ética filosófica obsesionada por el ansia de saber, de ver, y, por qué no, por el anhelo de inmortalidad.
Si no podemos ser dueños de nuestro destino ni conocernos a cabalidad, mucho menos vencer a la muerte, parodiemos, entonces, las insospechadas directrices de la existencia; ironicémonos la oscuridad que nos fustiga (no olvidemos la invidencia de Borges), conscientes de que las cosas existen en la medida que las percibimos. Traerlas a colación, no importa en que forma, es redimirlas y redimirnos.
En “El Aleph”, Borges confiesa la limitación del lenguaje para fijar la realidad: “(…) sólo puede extraviar, apenas contemplar y parcialmente referir [la visión del Aleph]”. Dicha incapacidad, en boca del narrador, se expande sediciosamente a esferas como el amor, la muerte, pero sobre todo al “inconcebible universo”, “cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado”, y que despierta admiración, pero sobre todo “infinita lástima”.
“Si el sueño fuera (como dicen) una / tregua, un puro reposo de la mente, / ¿por qué, si te despiertan bruscamente, sientes que te han robado una fortuna?”, inquiere el Borges-poeta en uno de sus más célebres sonetos, para luego agregar: “¿Quién serás esta noche en el oscuro / sueño, del otro lado de su muro?”. Más que inquirir, el hablante lirico parece padecer el dilema realidad-ficción. ¿Quiénes somos en esa dimensión llamada sueño?, ¿Es el sueño un simulacro de la muerte? ¿De qué manera se dilucida lo real y lo onírico?, son algunas de las interrogantes que, con ayuda de los textos borgeanos y de sus exégetas, consideraremos pronto…
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