Por Leonardo Venta
“La aurora de Nueva York gime
por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
nardos de angustia dibujada”.
Federico García Lorca
Federico García Lorca vivió en Nueva York del 25 de junio de 1929 al 4 de marzo de 1930. De allí partió hacia Cuba, donde residió por tres meses. En la isla con forma de caimán se ventiló de luz; en la Gran Manzana, de lobreguez. Divorciado del inglés, escribe su poemario Poeta en Nueva York durante su sombría estancia en la Universidad de Columbia.
En Poeta en Nueva York, el hombre inmerso que bosqueja los signos místicos de representación rema en un pantano espiritual. La gran urbe le resulta descortés civilización mecánica que lo aparta de los vívidos aromas de su naturaleza granadina. Se espanta del hombre, cae, se derrumba y alucina en un amorfo e incompatible cosmos.
En su poema “La aurora” se estremece ante las sombras que proyectan sobre su alma indiferentes viciados rascacielos neoyorquinos de “inmensas escaleras” desprovistas de toda humanidad. Familiares símbolos, como el agua, aparecen desprovistos de su significación vital, desformados, para revelar una existencia deprimente de “aguas podridas”.
Las palomas dejan de ser blancas para tornarse negras; los olorosos nardos exhalan pestilente angustia, los anhelados niños son abandonados, y la necesaria luz es sepultada. La llegada del amanecer sólo deja rastros de un naufragio de sangre. La madrugada, en su doliente misterio de estrenos, se transforma en gemido de muerte que únicamente percibe “nardos de angustia dibujada”, así como se amilana ante “los ruidos de las cadenas que acaban por sepultar la luz naciente”.
La naturaleza, tan humana como el alma para el poeta, es asesinada por la civilización. La sonrosada luz que precede a la salida del Astro Rey se funde con el nacimiento y la muerte en delirante batalla lírica. Todo es naufragio: “Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes como recién salidas de un naufragio de sangre”.
El alba agoniza desde sus primero hálitos: “La aurora de Nueva York tiene/ cuatro columnas de cieno / y un huracán de negras palomas, / que chapotean las aguas podridas”. Los que madrugan, al igual que la voz poética, se saben testigos de tsunámica perenne catástrofe.
El alba agoniza desde sus primero hálitos: “La aurora de Nueva York tiene/ cuatro columnas de cieno / y un huracán de negras palomas, / que chapotean las aguas podridas”. Los que madrugan, al igual que la voz poética, se saben testigos de tsunámica perenne catástrofe.
La aurora de cieno es el mundo interior lorquiano; es el extraviado y confundido gitano en firmamento ajeno; es el asustado y sensible campesino de Fuente Vaqueros, del sur español, que sufre el choque ante una impasible hipercivilización, impenetrablemente absurda.
Poeta en Nueva York es el hermetismo enloquecido de la angustia que estremece a Lorca. Rafael Alberti lo define como “el gran placer y la gran victoria lorquiana de destruir al verso demasiado elaborado, demasiado terso, demasiado métrico, demasiado preciso”.
El escritor, ensayista, poeta y dramaturgo español José Bergamín en el prólogo a la edición completa en México del libro lo advierte como “una nube que pasa por el sentir hondo y claro de nuestro poeta”. Para nosotros, es una aurora, muy adentro, independientemente de su geografía, que “llega y nadie la recibe en su boca, porque allí no hay mañana ni esperanza posible”.
"La aurora"
Federico García Lorca
La aurora de Nueva York tiene
cuatro columnas de cieno
y un huracán de negras palomas
que chapotean las aguas podridas.
La aurora de Nueva York gime
por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
nardos de angustia dibujada.
La aurora llega y nadie la recibe en su boca
porque allí no hay mañana ni esperanza posible:
a veces las monedas en enjambres furiosos
taladran y devoran abandonados niños.
Los primeros que salen comprenden con sus huesos
que no habrá paraísos ni amores deshojados;
saben que van al cieno de números y leyes,
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.
La luz es sepultada por cadenas y ruidos
en impúdico reto de ciencia sin raíces.
por los barrios hay gentes que vacilan insomnes
como recién salidas de un naufragio de sangre.
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