domingo, 12 de septiembre de 2010

Los dos tiempos

Le Temps, Charles Van der Stappen - Jardin botanique national de Belgique, Meise
Por Leonardo Venta

No hay nada más preciado que el tiempo, suele decirse. Los seres humanos nos preocupamos – nos obsesionamos – por su inevitable e incierto compás. “Todas las horas hieren, la última mata”, afirma un proverbio latino.

También escuchamos expresiones como “tu hora ha pasado (llegado)”, “estás a tiempo”, “es ya tarde”, o “dale tiempo al tiempo”. Meditando sobre este tema, Marcel Proust, el famoso escritor francés, escribió su célebre novela En busca del tiempo perdido, en la que los sentidos se lanzan al rescate del pasado.

El tiempo que medimos nunca se detiene, sin bien existe otro subjetivo que parece no someterse al mismo rigor. Lo apreciamos, por ejemplo, en esos instantes trascendentales en que todo parece quedar suspendido de un inenarrable hilillo mágico.

El tiempo añade o resta significación a la existencia, según sea la experiencia vivida. Es el ladrón que devora el presente. De la misma forma, puede ser el sujeto, o la heroína encantada, que intentamos redimir.

Somos esclavos del tiempo. Consultamos relojes, cumplimos horarios, concertamos citas y hacemos planes sobre calendarios que encandilan un aleatorio futuro. Se escribe la historia rememorando el ayer. Se vive el presente afanado en administrar el tiempo, aprovecharlo, emplearlo satisfactoriamente. No obstante, esta magnitud física con que computamos la secuencia de nuestras experiencias siempre parece llevarnos la delantera.

Casi todos coinciden en la necesidad de programar el tiempo, estableciendo procedimientos que armonicen con metas propicias. Sin embargo, dicha planificación conspira en cierto sentido contra la dicha que radica en la espontaneidad de las cosas. Es saludable establecer planes, siempre que estos no nos sustraigan de las rutinas básicas de la ventura.

Debemos programar nuestro espacio, pero al mismo tiempo experimentar con regocijo las cualidades de nuestra naturaleza humana. Conozco de personas que son incapaces de perder su “preciado” tiempo con aquellos que no están comprendidos dentro del perímetro de sus prioridades e intereses.

¿En qué radica el éxito, la realización plena del individuo? ¿En alcanzar metas, frutos del tiempo bien planificado y puesto en efecto? Debemos confesar que el tiempo que suele llamarse perdido, es decir, el no utilizado en conseguir fines "fructíferos", muchas veces es el que más se asemeja a esa entidad abstracta llamada felicidad. Debe existir un balance entre la ociosidad y el trabajo.

El libro bíblico “Eclesiastés” habla de la existencia de un tiempo para todo. “Tiempo de nacer, y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado (…)”. También se refiere a lo amargo de lo obtenido con aflicción de espíritu, es decir, con sobrado esfuerzo, comparado con lo que se adquiere con contentamiento: “Más vale un puño lleno con descanso, que ambos puños llenos con trabajo y aflicción de espíritu”.

El tiempo debe emplearse en lo que realmente es importante para nosotros. Sin embargo, debemos centrarnos en principios que vayan más allá de nuestro egoísmo, así como disfrutar la vida en la esencia de su grandiosa simplicidad. Es justo admitir que el tiempo es irreversible, pero a su vez es nuestro en el periodo que lo transitamos.

El filósofo francés Henri Bergson, Premio Nobel de Literatura 1927, propone la existencia de dos tiempos; uno, uniforme, objetivo y perpetuo, que padecemos en nuestros relojes y calendarios; otro, el único verdadero, aquel que existe en lo íntimo de nuestro ser.

Eh ahí que el tiempo en su denotación subjetiva no tenga edad; envejecemos en la medida que nuestro espíritu envejece. Este tiempo, al que se refiere Bergson, es determinado por nuestra libertad de sentir. O sea, somos lo que sentimos. No dejemos, pues, que el paso de los años aniquile nuestra facultad de amar, soñar y, sobre todo, vivir.

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