lunes, 6 de septiembre de 2010

Elegía a un ángel


Por Leonardo Venta
(A la memoria de José Saninocencio)


Hay ángeles con rostros de niños. Hay seres alados sin alas, de miradas tenues. Hay querubines de lánguidos sentidos, detenidos en el cosmos de la inocencia. Saben sonreír con la candidez del paraíso en esa esfera inmarcesible de la pureza.

Hay criaturas que nacen espíritus celestes en un tiempo sombrío, en un espacio sórdido y ajeno. Son seres siderales, vaporosos, incorpóreos, ejercitados en la virtud.

En este mundo de beligerancias, dobleces, profanaciones, manipulaciones, vanidades soeces, esas almas sublimes son regalos de la piedad, pedazos de Cristo que nos recuerdan nuestras múltiples imperfecciones.

Yo tuve un amigo-ángel que hablaba poco. Sonreía – taciturno, complaciente –, como desafiando mi altivez. Cuando lo conocí, ya sus alas estaban heridas, pero aún batían para alegrar mi temprana pena.

Todavía conservo fresco en la memoria su rostro satisfecho al ofrecerle aquella cálida sopa de pollo, aquel apetecido café. Hablaba quedamente, con sonidos casi imperceptibles, entrañables significantes del afecto. Me llamaba ‘hijo’, aunque tenía mi misma edad.¡Sabia cordura del desacierto!

Comprendo ahora que me hablaba desde una perspectiva seráfica que yo no alcanzaba a comprender. Pero… ¡qué desatino el mío!, los espíritus bienaventurados atizan el infinito de la razón. Pulsan lo insondable.

Llegó de Carolina, Puerto Rico, para establecerse en Nueva York, como héroe marquesiano de La Carreta. No era poeta, pero hacía poesía con su silencio. No era artista. No era ninguna celebridad. Era algo más sublime: ángel.

No podía correr ni saltar; se movía pausadamente con un andador – como anciano de sus mesurados años – mas su bondad atravesaba rauda el firmamento.

En nuestra última cena, el día de mi cumpleaños, ingería los alimentos con declinada prisa. Le contemplaba, presa de un mal augurio, queriendo retener ese instante, mientras diminutas lágrimas se deslizaban por mi rostro. Las enjugué en la tentativa sonrisa de un torpe gesto.

Pocos días más tarde, cuando llegué a su morada, ya reposaba tendido sobre un firmamento de hospitalarias sábanas, angelicalmente, conocedor de su níveo destino, con los ojos sellados y la boca entreabierta en solemne gesto.

Llegó la enfermera con su inútil y frecuentado estetoscopio, con su indiferente libro de registro para almacenar firmas: punzante protocolo de la indolencia. Luego, vino la ambulancia con su fúnebre camilla. Manos con guantes de látex azules le cubrieron para arrancármelo para siempre.

Te fuiste, ángel-amigo, con los ojos cerrados para no verme llorar; sin una queja, para no abatirme. Hoy, con estas palabras-lágrimas intento apagar mi pena, mas sólo Dios puede extinguir esta suerte de siniestros.

2 comentarios:

  1. querido Leonardo, me gusto mucho tu poema a tu amigo-angel. Muy profundo, sincero, desgarrador; volcaste tu alma en el. Felicidades!
    juan

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  2. Juanito, gracias por leerme. Es para mí un orgullo contarte entre mis amigos.

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