Por Leonardo Venta
El más enamorado
mes del año se nos adentra, para prodigarnos su decimocuarta jornada, en la que
celebraremos ese inexplicable instinto de traspasar nuestro propio celaje para
fundirnos en otro firmamento.
Oxígeno del alma,
el amor, junto a la muerte, es una de las grandes inquietudes que agitan al
ente racional. A pesar de constituir un sentimiento universal, resulta difícil
precisarlo. Su naturaleza subjetiva así lo determina.
El diccionario,
entre sus variadas acepciones, lo define como “el sentimiento intenso del ser
humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro
y unión con otro ser”.
Según Platón, el
amor es regido por dos principios: “el deseo intuitivo del placer” y “el
deleite reflexivo del bien”. Aristóteles, por su parte, lo determina acompañado
de placer y dolor. Implica felicidad para unos y desventura para otros, o una
mixtura de ambos estados de espíritu.
Existen
diferentes tipos de este sentimiento de afecto: ¿Amor desquiciado? La historia
recoge cómo la Reina Juana I de Castilla (la Loca) enloqueció de amor y celos
hacia su marido Felipe I el Hermoso. A
su muerte, Juana no se separó del
cadáver de su esposo ni un solo instante durante el viaje hacia Granada, donde
lo enterraron. Por las noches, ordenaba a sus siervos que abriesen el ataúd,
para cerciorarse de que estaba realmente muerto.
Hay numerosas
demostraciones de amor prohibido. La historia de Paolo y Francesca
–personajes de la
Italia del siglo XIII, inmortalizados en la Divina Comedia de Dante Alighieri–
es un conmovedor ejemplo del mismo. Dante
los ubica en el segundo círculo del Infierno, donde se castiga a
aquellos cuya razón sucumbe ante la pasión, perennemente impelidos por un
torbellino de un lugar a otro.
“…por deleite,
leíamos un día: / soledad sin sospechas la nuestra era. // Palidecimos, y nos
suspendía / nuestra lectura, a veces, la mirada; / y un pasaje, por fin nos
vencería. // Al leer que la risa deseada / besada fue por el fogoso amante, /
éste, de quien jamás seré apartada, // la boca me besó todo anhelante. /
Galeoto fue el libro y quien lo hiciera: / no leímos ya más desde ese
instante”, describe el texto aligheriano.
Garcilaso de la
Vega, a pesar de sufrir el rechazo de Isabel de Freyre, perpetúa su pasión
hacia ella en varios de los más bellos poemas escritos en lengua castellana. “Yo
no nací sino para quereros; / mi alma os ha cortado a su medida; / por hábito
del alma misma os quiero.// Cuanto tengo confieso yo deberos; / por vos nací,
por vos tengo la vida, / por vos he de morir y por vos muero”, leemos en su
“Soneto V”.
En uno de sus
sonetos, Luis de Góngora arremete contra los celos, en su acepción de sospecha
de que la persona amada haya mutado su afecto: “¡Oh celo, del favor verdugo
eterno!, / vuélvete al lugar triste donde estabas, o al reino (si allá cabes)
del espanto; / mas no cabrás allá, que pues ha tanto / que comes de ti mesmo y
no te acabas, / mayor debes de ser que el mismo infierno”.
Nicolás Guillén
lamenta el desamor en un soneto dedicado al poeta François Villon: “Cerca de
ti, ¿por qué tan lejos verte? / ¿Por qué noche decir, si es mediodía? / Si arde
mi piel, ¿por qué la tuya es fría? / si digo vida yo, ¿por qué tú muerte? ”.
El amor puede
transmutarse en odio, cuando la desconfianza escala matices oscuros hasta
alcanzar su cénit en forma de homicidio. El Otelo shakespereano asesina a la
Desdémona que cree infiel para luego suicidarse: “¡Te besé antes de matarte!...
¡No me queda más que este recurso: darme la muerte para morir con un beso!”.
Sin embargo, no
todos los amores desatan tormentas. Hay devociones tan místicas que extasían de
sólo avizorarlas, como la de San Juan de la Cruz por su Creador: “Quedéme y
olbidéme / el rostro recliné sobre el amado [Dios]; /cessó todo, y dexéme
/dexando mi cuydado / entre las açucenas olbidado”.
En el poema
narrativo “La niña de Guatemala”, José Martí destila la exaltación desgarradora
del amor idealizado: “Era su frente ¡la frente / que más he amado en mi vida!”.
El poeta besa la frente – “como del bronce candente” –, la mano y los zapatos
de su amada muerta: “Allí, en la bóveda helada, / la pusieron en dos bancos, /
besé su mano afilada, / besé sus zapatos blancos”.
En “El poeta a su
amada”, Cesar Vallejo también deposita amoroso ósculo sobre fúnebre pureza
amorosa, “…y habrán tocado a sombra nuestros labios difuntos. // Y ya no habrá
reproches en tus labios benditos; / ni volveré a ofenderte. Y en una sepultura
/ los dos nos dormiremos, como dos hermanitos”.
Ernesto Cardenal,
como ningún otro poeta, arrulla el hambre de amor de Marilyn Monroe, grácil,
ingenua y excitante, con aquella sonrisa que encubría oceánicas lágrimas: “Ella
tenía hambre de amor y le ofrecimos tranquilizantes. / Para la tristeza de no
ser santos / se le recomendó el Psicoanálisis”.
Pocos le han
cantado al amor sin alas como Luis Cernuda: “… si el hombre pudiese levantar su
amor por el cielo / como una nube en la luz”. El poeta, consternado, acepta el
triunfo de la realidad sobre el deseo, y admite, en un derrumbamiento casi
epopéyico, su fracaso afectivo: “Como la arena, tierra, / como la arena misma,
/ la caricia es mentira, el amor es mentira, la amistad es mentira. / Tú sola
quedas con el deseo, / con este deseo que aparenta ser mío y ni siquiera es
mío, /… Tierra, tierra y deseo. / Una forma perdida”.
Federico García
Lorca llevaba a cuestas los duendes sombríos de la tragedia, arrebujados en una
manera diferente de amar, castigada, latente en sus más elaboradas imágenes
poéticas. En “Tu infancia en Menton”, reprocha al amado por su distanciamiento
y falta de compromiso amoroso: “Norma de amor te di, hombre de Apolo, / llanto
con ruiseñor enajenado, / pero, pasto de ruina, te afilabas / para los breves
sueños indecisos”.
En Sonetos del
amor oscuro, una selección de la más alta poesía erótico-amorosa lorquiana, la
“oscuridad” sugiere el inquietante destino del amor vedado. De dicha selección,
“El Amor duerme en el pecho del poeta” se refiere a un ente masculino como
receptor de su afecto: “Tú nunca entenderás lo que te quiero / porque duermes
en mí y estás dormido / yo te oculto llorando, perseguido / por una voz de
penetrante acero”.
"La Balada
de la Cárcel de Reading", más allá de examinar las inquietudes que galopan
o se tienden sobre la conciencia de Charles Thomas Wooldridge, un condenado a
la pena capital por asesinar a su esposa, es el fundamento de que se vale Oscar
Wilde para eximir su propio amor confinado: “Pero todos los hombres matan lo
que aman, oigan, oigan todos / algunos lo hacen con una mirada amarga, otros
con una palabra lisonjera... algunos matan su amor cuando son jóvenes y otros
cuando viejos / algunos lo estrangulan con las manos de la lujuria, otros con
las manos del oro / algunos aman poco, otros demasiado, unos venden y otros
compran / hay quienes obran con muchas lágrimas y quienes matan con un suspiro:
porque todo hombre mata lo que ama... el cobarde lo hace con un beso, el
valiente con una espada”.
Por su parte,
¡cuán sublime es el amor a la patria! Martí, Bolívar, Sucre, Madero, San
Martín, O'Higgins sobrepusieron el amor patrio a otros afectos. En su drama en
verso, Abdala, el Apóstol de los cubanos expresa: "El amor, madre, a la
patria / no es el amor ridículo a la tierra / ni a la hierba que pisan nuestras
plantas. / Es el odio invencible a quien la oprime, / es el rencor eterno a
quien la ataca".
No se puede ambicionar
abarcar el ingente tema del amor, sin referirnos al término ‘madre’, su más
digno equivalente. El Santo de Asís, quien se quejaba frecuentemente de que
"el amor no era amado", exhortaba a sus discípulos a amarse unos a
otros con amor de madre; según él, el más parecido al divino.
El amor, al decir de San Pablo, “es paciente, es servicial; no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”. ¡Acojámoslo, y prodiguémoslo, pues, con frecuentado regocijo!
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