sábado, 12 de junio de 2010

El Nijinski cubano


Por Leonardo Venta
(septiembre de 2005)

La zona de South Beach, en la ciudad de Miami, es un lugar turístico de gran renombre internacional por sus playas y dinámica vida nocturna. Allí confluyen personas de muchas partes en busca de las vacaciones ideales.

Los pasados días 17 y 18 de septiembre, un teatro, a sólo pocas cuadras de este famoso espacio litoral, convocó alrededor de tres mil personas, cada día, a una cita que no tenia mucho que ver con la playa, ni con las frenéticas discotecas, ni con la música que tocan los hoteles, los clubes nocturnos y los bares, y mucho menos con los patines en línea en Ocean Drive, sino más bien era un encuentro mítico con un género de arte, no tan reinante en el firmamento actual del entretenimiento, pero no por eso menos valioso.

Sí, el teatro era el Jackie Gleason, que ya pasa de la media rueda, pero que aún coquetea con espectadores ávidos de arabesques armoniosos, attitudes simétricos, piruetas bordadas y osados fouettées. El marco de tan singular encuentro: La culminación del X Festival Internacional de Ballet de Miami, organizado por el Ballet Hispánico de dicha ciudad, bajo la dirección de Pedro Pablo Peña.

La Gran Gala del sábado se inició con un justo homenaje a Paul Szilard y Violette Verdy, quienes fueron reconocidos por sus amplias y brillantes carreras artísticas. Los dos últimos días del festival coincidieron con la presentación de programas dilatados, pero agradables, así como salpicados por inesperadas sustituciones, tanto de los artistas como de las piezas anunciadas; mas hubo, por lo general, un desempeño plausible de los suplentes, así como un armónico balance entre las coreografías modernas y las clásicas, que parecían convidar a la nutrida concurrencia, al decir de Fernando Ortiz, a saborear un apetitoso ajiaco danzario.

Desfilaron por el escenario bailarines que representaban compañías de diversas regiones del planeta, en su mayoría promesas noveles de la danza. Desafortunadamente, algunas figuras anunciadas no bailaron. Como fue el caso de ciertos invitados brasileños, así como el de la primera bailarina cubana Alihaydée Carreño, quienes no pudieron obtener las visas requeridas para viajar.

Por otra parte, el también cubano, ya integrante del Ballet de Boston, Daniel Sarabia, que sí estaba en el teatro, no pudo conformar su aparición por estar lesionado. Sin embargo, la mayor atracción para el público asistente era su hermano, el primer bailarín más joven del Ballet Nacional de Cuba (obtuvo dicho codiciado rango a la inusual edad de 21 años), quien acaba de proclamar su propósito de obtener asilo político en Estados Unidos, Rolando Sarabia.

Sarabia, de sólo 24 años, llegó a la función con el haber de innumerables galardones internacionales, tales como el Grand Prix (Encuentro Internacional de Academias de Ballet, Cuba, 1995 y 1998; XIX Concurso Internacional de Ballet de Varna, Bulgaria, 1998; y VIII Concurso Internacional de Danza de París, 1998) y Medallas de Oro (III Festival del Mercosur, Brasil, 1995; Primer Concurso Internacional de Danza “Alicia Alonso”, Cuba, 1996 y VI Concurso Internacional de Ballet de Jackson, Estados Unidos, 1998).

Figuran además, en su palmarés: el “Premio a la Revelación”, Brasil, 1995; “Premio a la Joven Promesa del Ballet Mundial”, Italia, 1995; así como el Galardón “Nina Ricci” en el Festival de Varna, Bulgaria, 1998. En 2001, recibió en Italia el Premio Labot Reggio Danza.

Sarabita, como es conocido entre sus admiradores este astro de la danza, bailó el pas de deux de Cascanuecesen ambas presentaciones con Lia Cirio, una joven integrante del cuerpo de baile del Ballet de Boston – de exquisita gracia, pero no al nivel del joven bailarín invitado –.

Dicha pieza de concierto constituye una medida muy escueta para establecer un juicio acertado sobre la forma física en que se encuentra el bailarín, teniendo en cuenta su brevedad y que, tanto en la variación como en lo coda, los pasos coreográficos asignados al danseur no requieren de gran virtuosismo.

Asimismo, el bailarín cubano, a comienzos del mes de julio, en lo que constituyó una iniciativa de consecuencias extenuantes – tanto física como emocionalmente – traspasó la frontera de Estados Unidos, a pie desde México, donde se encontraba realizando labores artísticas para el BNC.

La atmósfera que ha ceñido a este joven, alrededor de los últimos dos meses, ha sido matizada por tensiones ocasionadas por la decisión de abandonar su país, sus seres queridos, así como privarse de su condición titular dentro de una compañía donde hubo de forjar, a través de los años, entrañables lazos con sus colegas y fervientes admiradores.

Todo este proceso, tan traumático como excepcional, antesala de la reciente presentación en el Jackie Gleason del bailarín estrella, afectó su preparación para la misma. Solamente pudo entrenar una semana antes de la gran noche del sábado 17, en una academia de ballet en Pompano Beach que dirige su antigua profesora Magali Suárez.

Muchos fueron a la Gran Gala del X Festival de Miami a ver a ese Vaslav Nijinski cubano que proclamara el New York Times recientemente. Otros, fantasiosos quizá, nos lo imaginábamos bailando El espectro de la rosa, con una bailarina, cuya gracia aún no ha sido diseñada.

Algunos esperaban una función circense, mas sólo le vimos danzar, lo que nos pareció un efímero pas de deux, con una novel acompañante, para muchos desconocida. No obstante, el arte genuino se refleja también en forma de celaje apacible. Ese fue el mejor obsequio de Rolando Sarabia al Festival de Ballet de Miami 2005, y a nuestros famélicos sentidos.

No, no le exigimos que sea la copia caribeña de Nijinski. Me atrevo a desairar al crítico del New York Times que osó compararle con esa legendaria figura. Sarabita no es el Nijinski cubano. ¡Seguro que no! Es mucho más legítimo y palpitante, es el virtuoso príncipe caribeño , al que el extinto Alejo Carpentier le hubiera dedicado unas elogiosas líneas después de la Gala. De todas formas, reciba las mías. ¡Enhorabuena Sarabita!

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