Por Leonardo Venta
Escribir bien, como suele decirse, parece llenar la imperiosa necesidad de aceptación que siempre asecha al hombre (excúsenme las feministas, la mujer viene también incluida en mi uso nada patriarcal del término ‘hombre’).
Como testimonio del poder de la palabra, permítaseme aquí referirme a la conmovedora historia del personaje de Cyrano de Bergerac, del drama en verso del poeta y dramaturgo francés Edmond Rostand, célèbre no sólo por su larga nariz sino por su noble corazón y maravilloso dominio del lenguaje.
Poeta de gran romanticismo, Cyrano, que se consideraba a sí mismo desprovisto de atractivo e indigno del amor de su bella prima Roxana, le escribía amorosas cartas (en la quietud del anonimato) para que Christian, el hombre que ella amaba, se las entreguase como si fueran suyas.
Roxana, en medio del dulce engaño, sentía pasión por el apuesto pero poco elocuente Christian; sin embargo, amaba más el alma (develada a través de la escritura) de su nada atractivo primo.
Escribir bien y hablar bien son actos que no necesariamente se justifican. Pocos son los escritores que han disfrutado de ambas virtudes. Tal es el caso del irlandés Oscar Wilde y el cubano José Martí.
De Wilde se ha dicho que "muchas veces eran mejores sus parlamentos que el resultado escrito". En cuanto al poder de la oratoria martiana, se asevera que “con sus discursos convertía en amigo al peor de los enemigos”.
Escribir requiere de talento y habilidades que se aprenden con el estudio, la lectura y la práctica. Es un ejercicio, que después de consumado, si sus resultados son favorables, resulta reconfortante. Nos incita al juego de armar palabras, emplearlas en frases bien elaboradas, develar el misterio de las mismas, recrearnos con el timbre sonoro de sus cariñosas pisadas.
Cada frase consumada con gracia es como el feliz brochazo de un pintor, o la imagen sonriente del vencedor de una reñida competencia. Al escribir, el intelecto se recrea en fascinantes operaciones sintácticas. Las ideas se arropan con el fino atavío de la armonía para pasearse airosas por el mágico escenario de la creación.
¡Cuán satisfechos nos sentimos cuando una frase nos queda bien hilvanada! Su hermosura nos entusiasma. Sin embargo, ¡Alerta!, la función del discurso no debe ser meramente estética, sino también informativa y didáctica. A través de morfemas, manifestamos y reafirmamos el espacio sagrado de nuestro espíritu y la manera en que percibimos y nos relacionamos con el mundo que nos rodea.
Escribir no es tarea fácil. Existen responsabilidades conceptuales y formales que cumplir. La palabra, al igual que el afecto, debe ser sencilla y sincera. Eh ahí la clave. Escribir no es establecer una difícil partida de ajedrez con el lector, buscando el momento oportuno de darle el jaque mate. Las ideas, sin un propósito bien definido, pueden extraviarse en el complejo laberinto de la sintaxis.
Precioso escrito.
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