sábado, 25 de diciembre de 2021

Carta abierta de Navidad

Por Leonardo Venta
"La adoración de los pastores" (1650), óleo sobre lienzo de Bartolomé Esteban Murillo, Museo del Prado, Madrid.

Agradezco a Dios la posibilidad de depositar mis más entrañables inquietudes en el sagrario de al menos un alma receptiva, la cual pueda ofrecerme la satisfacción de compartir con ella pequeñas grandes verdades, no ideales ni prescritas, mucho menos concretas, elevándolas al esclarecido seno de esta sincera reflexión.

 Al no conseguir elucidar un mejor modo de compartir mis abstracciones en esta preciada época del año –¡albricias por una nueva visita del milagro de la Navidad!–, concurro a ese interlocutor ideal que pueda ofrecerme la posibilidad de abrir una digna brecha difícil de explayar en otros recusantes destinatarios. Es más edificante escribir que aletargar inquietudes en el contiguo y generalizado receptáculo de la indolencia.

 "Hoy les ha nacido en la Ciudad de David un Salvador, que es Cristo el Señor", leemos en Lucas 2:11. Setecientos años antes, Dios había dicho, por medio del profeta Miqueas, que su Hijo nacería en Belén. La celebración navideña –que no tiene nada que ver con el consumismo que prolifera en la conmemoración del nacimiento de Jesucristo– podría ser espejismo de un principio de amor y fraternidad damnificado por nuestras malas acciones, eludiendo la idónea dádiva del Creador para con nosotros.

La esencia del misterio de esta festividad anual que estamos celebrando no radica en sus múltiples manifestaciones de cordialidad y entusiasmo, sino en el ejercicio y la suma de virtudes y valores que nos identifican con la Segunda Persona de la Trinidad. El filósofo y teólogo Santo Tomás de Aquino, llamado el Príncipe de los Escolásticos, define la virtud como un “hábito operativo bueno", una disposición habitual y firme a hacer el bien.

 Narran los biógrafos de San Francisco de Asís que en el mes de diciembre de 1223, en una localidad italiana de la provincia de Rieti, región de Lazio, el Santo de los santos se lamentaba de que la observancia de la Navidad había sido ensombrecida por la tendencia desenfrenada a obtener y derrochar bienes, no siempre necesarios. Angustiado, congregó a varios amigos, junto con algunos animales, y recreó, en gesto de humildad, la escena del pesebre, conocida como la Natividad.

 La singular experiencia de Rieti fue ejemplar, y a lo largo de los años esa práctica –a la que se agregaron los villancicos– se integró a la celebración del nacimiento del Mesías, oficializada en el año 345 por influencia de San Juan Crisóstomo y San Gregorio Nacianceno, padres y doctores de la Iglesia Primitiva. Aunque hay quienes consideran que la celebración del 25 de diciembre es el resultado de la deformación que sufriera el cristianismo a manos del paganismo, sigue siendo la fiesta más importante del año eclesiástico cristiano.

 Sin embargo, hay rituales navideños que no son de origen pagano. En 1742, Georg Friedrich Händel estrenó en Dublín el oratorio "El Mesías", con su célebre coro 'Aleluya'. Como sugiere el título, la composición recorre el nacimiento de Jesús, su muerte, resurrección y ascensión. Una de las piezas más populares de la sección de Navidad se basa en Isaías 9: 6: "Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz".

 Frecuentados compromisos, aglutinados estreses, intemperantes efugios etílicos y gastronómicos, ineptos obsequios, campañas publicitarias, caprichos materialistas, producciones de "Cascanueces" integran la nutrida lista de elementos que aderezan esta conmemoración. Para lenitivo del autor de estas líneas, no todo es profano en las festividades decembrinas; hay acciones de edificante significación espiritual que impelen a un estado interior de comunión con Dios.

 La Navidad es el tiempo propicio para fijar la mirada en "el iniciador y perfeccionador de nuestra fe", cuyas enseñanzas nos exhortan a amarnos los unos a los otros, perdonarnos al igual que Él nos perdona; fraternizar –con amor de madre a hijo– en tiempos favorables y de conflictos; así como consolar y socorrer, sin cuestionamientos, a aquellos que, por la razón que sea, atraviesan aflicciones.

 No importa cuánto anhelemos la paz, vivimos en un mundo amenazado por la violencia, la discordia y la codicia. Queremos ser honestos, pero la impudicia nos tiende emboscadas. Procuramos repartir buenas acciones; sin embargo, nos dejamos atrapar por los afanes de la vida y así procrastinamos –o anulamos– dichos buenos propósitos. Necesitamos perdonar, pero no lo hacemos, o lo cumplimos a medias. Afirmamos proponernos el bien ajeno, pero nos deslizamos hacia el egoísmo, la manipulación, la enfermiza competitividad, las murmuraciones, la xenofobia, el racismo, los prejuicios y el pernicioso orgullo.

 No es el costoso obsequio, ni el humilde gesto de cumplido, ni la entrañable cena de Nochebuena, ni el rencuentro con ese distante ser amado, ni la magia que desvanece el desaliento para transformarlo en esperanza, ni la ociosa lágrima que se sublima en tierno detenido gesto. La Navidad es atesorar la más meritoria de todas las dádivas: Jesucristo, cuyo nacimiento celebramos para que –según establece Tito 3:7– "justificados por su gracia fuésemos hechos herederos según la esperanza de la vida eterna".

 Esta Navidad del 2021, en la que seguimos afectados por una terrible pandemia que ha cobrado la vida de más de 5 millones de personas en el mundo, así como por guerras y conflictos de toda índole, debemos reconocer el esfuerzo y entrega de quienes han engendrado múltiples milagros del bien a nuestro alrededor, superando las manifestaciones nocivas que nos asedian. Propongámonos, pues, ser agentes de amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza, y démosle la más cálida bienvenida al protagonista del pesebre en nuestras vidas.