La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

domingo, 27 de diciembre de 2015

Los dos mejores regalos para esta Navidad

"El retorno del hijo pródigo", de Rembrandt, es prototipo del amor y el perdón que debe inspirarnos esta Navidad

Por Leonardo Venta

Hay quienes no aceptan que Jesucristo haya nacido el 25 de diciembre, día en que celebramos su nacimiento. Otros opinan que cualquier fecha es apropiada para ese propósito. Nos preguntamos, pues, ¿cuál es el verdadero origen de nuestra Navidad?, pero más que eso, ¿cuál debe ser para nosotros su verdadero sentido?
            La Navidad no fue oficialmente reconocida hasta el año 345, cuando por influencia de San Juan Crisóstomo y San Gregorio Nacianzeno, padres y doctores de la Iglesia Primitiva, se declaró el 25 de diciembre como la fecha del nacimiento del Mesías, aunque los Evangelios no establecen la fecha.
            Hay quienes consideran que el escogimiento de dicho día significa una forma de cristianización de las diversas festividades paganas, o simplemente un velado pacto con la ideología del baalismo, acérrima enemiga del Dios de Israel. La fiesta gentil más relacionada con la Navidad eran las Saturnalias que se llevaban a cabo del 17 al 23 de diciembre en la antigua Roma en honor a Saturno, dios de la agricultura. Los días 24 y 25 eran consagrados a Mitra, divinidad persa de la luz y la cordura. El culto a Mitra llegó a confundirse a tal extremo con la adoración a Cristo que Tertuliano, cuyos escritos son determinantes para la comprensión de las prácticas religiosas de la época, afirmó que éste era "una diabólica imitación del cristianismo".
            Glotonería y embriaguez, juegos de azar, intercambios de regalos caracterizaban a estas festividades. Una celebración de invierno similar, conocida como Yule, en la que se quemaban grandes troncos adornados con ramas y cintas en honor de los dioses, se organizaba cada solsticio de invierno en el norte de Europa, para celebrar el triunfo del Sol sobre las tinieblas. Ulteriormente, la Iglesia católica asoció el origen de esta festividad, Sol Invictus, para otorgarle la connotación espiritual que implicaba la llegada al mundo de la luz de Cristo para disipar las tinieblas.
            En la Edad Media, la Iglesia añadió el Nacimiento y los villancicos a sus rituales navideños. Así también, el siglo XIX fue decisivo en la consolidación de la tradición de esta festividad. En éste, se generalizó el uso del árbol de Navidad, originario de zonas germanas. Los árboles iluminados no sólo eran distintivos de fertilidad sino de renacimiento solar, elementos relacionados con los ritos idólatras, ajenos por completo al monoteísmo judeocristiano.
            La popular imagen del regordete Santa Claus –con el raudo trineo, los inseparables renos y las bolsas colmadas de regalos–, se coliga a la leyenda de Papá Noël, que procede, en parte, de San Nicolás. Obispo de Mira, capital de Licia, Nicolás IV es el patrón de Rusia y de los niños. Su culto es generalizado en Oriente y en Europa, especialmente en Bori, Italia, donde se veneran sus reliquias. A su vez, la leyenda de San Nicolás tiene conexión con el dios nórdico Odín, de amplia barba blanca y extravagante sombrero, el cual nada tiene que ver con la figura redentora de Jesucristo.
            Compras y precios en rebaja, días feriados, grandes banquetes, efugios entreverados con Baco, tarjetas postales destinadas al basurero, arbolitos, derroche de rojo y verde, repetidas producciones de "El cascanueces", multicolores compromisos, remedados y maquillados estreses, innecesarios gastos, repetidas reuniones familiares (con sus consabidas dolorosas ausencias), integran la interminable lista de elementos que definen en parte nuestra Navidad.
            Teniendo en consideración la ominosa sombra que proyecta la pobreza sobre el mundo, y el origen humilde de Jesucristo, nos molesta la fastuosidad de algunas celebraciones religiosas asociadas con su natalicio; reprobamos la arrogancia y la ostentación; nos entristece el culto al individualismo y el poder maligno que opera detrás del amor a las riquezas y el despilfarro innecesario de bienes materiales; nos aíra, con una ira hija de Cristo, la hipocresía envuelta en papel de regalo, la emponzoñada humillante vanidad, disfrazada de caridad, que satura las lista de nuestros !ayes! navideños.
            La Navidad pierde cada vez más su origen de humilde pesebre, así como el espíritu de generosidad que debiera precisarla. Hemos sido contaminados por la mediocridad competitiva y el desmedido consumismo. El verdadero sentido de tan esperada festividad anual debía resumirse en el acto de abrir la más entrañable compuerta de nuestro recinto espiritual para repartir amor y perdón a manos llenas, regalos que no pueden comprarse en ningún establecimiento del universo por mucho dinero que poseamos, y cuyo verdadero importe es la renuncia a nuestras aversiones y egoísmos.