La imaginación ofrece a la razón, en sus horas de duda, las soluciones que ésta en vano sin su ayuda busca. Es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo”.
José Martí

jueves, 29 de agosto de 2013

“Mi nombre es Asher Lev”, teatro que edifica


Brian Webb Russell (izq.), en el papel de Jacob Kahn, y Chris Crawford, como Asher Lev. Foto: Chad Jacobs

Por Leonardo Venta

Ciertas obras que se producen al margen de los circuitos comerciales apelan al intelecto del público, asumen materiales no concebidos propiamente para las tablas, que la dirección, el guión y la actuación, entre otros elementos, complementan en un trabajo grupal que persigue la catarsis en el espectador – liberación o transformación interior – . De esa manera, “My name is Asher Lev (Mi nombre es Asher Lev)”, la adaptación realizada por Aaron Posner de la novela de corte autobiográfico del escritor Chaim Potok (1929-2002), establece pautas que la afianzan como una gran obra de este tipo.


Recientemente, en el acogedor teatro Raymond James de St. Petersburg, seguimos de cerca la historia del personaje Ashe Lev, desde una espaciosa butaca que resultaba pequeña para acomodar nuestras emociones. La producción del American Stage Theatre Company, apoyada en la agudeza dramática de dos magistrales actores y una actriz – Chris Crawford, Brian Webb Russell y Georgina McKee – condensó en nuestros sentidos la novela homónima del rabino y pintor estadounidense, descendiente de inmigrantes polacos, en una inteligente puesta en escena que sobre todo logró transmitirnos un mensaje edificante y estimular nuestro pensamiento crítico.

La pieza en un acto, de casi hora y media de duración, relata la historia de un niño prodigio que para desarrollar su genio artístico se ve precisado a encarar ciclópeos obstáculos. Aborda, asimismo, el universal conflicto entre las inclinaciones – la vocación artística – y las prohibiciones – constreñidas por la tradición –. Un matrimonio de judíos y su único hijo, criado en las prácticas hebraicas, desbordan un inconciliable torrente de ideas y sentimientos en el espacio de un diminuto apartamento neoyorquino, recién concluida la II Guerra Mundial.

Aryeh Lev, el padre de Asher – interpretado por Brian Webb Russell –, vive entregado a la causa de los judíos supervivientes del reciente conflicto bélico europeo. Si bien, su hijo, al que ama pero considera apostata y traidor a la tradición judaica, posee un talento artístico no afín a sus observancias religiosas. ¿Cuántas personas formadas bajo la presión exacerbada de cualquier índole de fanatismo no se han visto impelidas a obedecer los obsesos lineamientos ideológicos de sus padres o seguir a todo trance sus propias inclinaciones, de cualquier naturaleza que éstas sean?

Rivkeh Lev, la madre de Asher – interpretada por Georgina McKee –, se encuentra amorosamente atrapada entre la intolerancia del padre y la agonía del hijo por darle rienda suelta a su irresistible vocación por las artes plásticas. Asher, – magistralmente interpretado por Chris Crawford –, evoluciona desde las primeras desavenencias con sus padres durante su infancia hacia la alineación del joven artista que no puede renunciar a su condición de artífice.

No obstante, el talentoso pintor encuentra apoyo en el no observante artista judío Jacob Kahn, el maestro que le enseña a canalizar las emociones a través del arte. Los parlamentos de Kahn son el pretexto de que se vale Chaim Potok para establecer su concepción del arte de una manera libre y personal. La pieza teatral, al igual que la novela que la inspira, no sólo cuestiona la fe judaica, sino todo tipo de ideología afirmada en el fanatismo y la intransigencia, al poner en pugna el amor familiar y la incapacidad paterna de comprender y aceptar la vocación de su hijo.

La escenografía, a cargo de Jerid Fox, en todo momento juega un rol adecuado en función del espacio que recrea, sin que se existan cambios de escenas. Todo es mínimo, pero trascendente. La obra se apoya en los diálogos, pero sobre todo en la narración del protagonista, especie de relato reflexivo en que el protagonista dialoga a solas con el espectador, y cuyo destino es la propia conciencia del público que va descubriendo la disposición interna, el nudo entre las partes de la obra. El sonido, por T. Scott Wooten, y el adecuado empleo de la iluminación a cargo de Megan Byrne, así como el vestuario dispuesto por Adrin Erra Puente, todos bajo la producción de Karla Hartley, complementan el éxito de la producción.

La puesta despliega una progresión dramática. Capta nuestra atención, cautiva, al mismo tiempo que nos nutre de mensajes sumamente edificantes, guiños en pos del mejoramiento humano. Por momentos, nos pone el alma en un hilo, estimulando en nosotros emociones estéticas y humanas, identificándonos con la “otredad incomprendida”, en cualquier sociedad, en cualquier esfera. Terminada la función, los asistentes agradecieron con una ovación de pie la íntima catarsis que despertó en ellos la propuesta dramática.

“Mi nombre es Asher Lev” es el tipo de drama que nos hace crecer, lo que lo convierte en ineludible opción para los amantes del buen teatro.


miércoles, 28 de agosto de 2013

Fallece el padre de la escuela cubana de ballet


Por Leonardo Venta

“Fernando Alonso representa la escuela clásica pura con sus movimientos prolongados
 hasta lo infinito, su ritmo y su música, su disciplina perfecta y su júbilo”. 
Arnold L. Haskell

Un admirable capítulo en la historia de la danza clásica se acaba de cerrar con la pérdida de quien fuera el fundador de la Escuela Cubana de Ballet y del Ballet Nacional de Cuba (BNC). A los 98 años de edad, en horas tempranas de la tarde del sábado, 27 de julio, Fernando Alonso Rayneri falleció en la capital de la Mayor de las Antillas.

En diciembre de 1931 asistió a la primera función de la Escuela de Baile de la Sociedad Pro Arte Musical de La Habana, integrada para esa época por tres academias: la de declamación, la de guitarra y la de baile – esta última, cuna del ballet cubano, en la que Alicia, Fernando y Alberto Alonso se iniciaron en el lenguaje melódico del movimiento y los gestos con el maestro ucraniano Nicolás Yavorski –.

Esta primera impresión marcó para siempre la devoción de Fernando por la danza clásica. En 2007, relataba a la revista Danza Ballet cómo había sido su primer contacto con el universo de las musicales piruetees y los desafiantes jetés: “Regresaba de estudiar en el exterior cuando vi a mi hermano Alberto [el célebre coreógrafo de Carmen] en la Sociedad Pro Arte Musical, donde tomaba clases. Bailaba Coppélia con Alicia Alonso, por entonces Alicia Martínez del Hoyo. Era tan elegante y varonil que pensé: ‘Me encantaría bailar eso’. Alberto había sido contratado por el Ballet Ruso de Montecarlo y salió para París, y de allí a Cannes, a sumarse a la compañía. La idea de bailar y además viajar, conocer el mundo, me pareció formidable. También me gustaba mucho el ejercicio y me di cuenta de que el ballet combinaba lo musical con la fuerza física. El entrenamiento que tenía me facilitó aprender a bailar”.

Sobre la sensación que despertó en él la que luego sería su esposa, confesó a la misma publicación: “Había en Alicia una sensualidad, un endulzar la música, y me di cuenta de que esa debía ser la cualidad de las bailarinas cubanas”. En 1935, emprendió sus estudios de ballet en Pro Arte, presidida entonces por su madre Laura Rayneri. Allí realizó su debut escénico en 1936 con el ballet “Claro de luna”, junto a Alicia. Entre funciones y ensayos el travieso Cupido flechó a la joven pareja.

En 1937, Fernando y Alicia se casaron en Nueva York. Al año siguiente nació Laura, la única hija de ambos. En suelo norteamericano, el joven cubano prosiguió sus estudios danzarios en la academia del ruso Mijáil Mordkin, bailarín con quien hiciera su debut en los escenarios estadounidenses la legendaria Anna Pavlova, en 1910. Fueron además profesores de Fernando, Mijáil Fokine, entre cuyos trabajos como coreógrafo sobresalen “Las sílfides” (1909) y “La muerte del cisne” (1905), y Alexandra Fedorova, ex bailarina formada por Enrico Cecchetti en la escuela de ballet de los Teatros Imperiales de San Petersburgo.

Fernando integró en 1939 el American Ballet Caravan, dirigido por George Balanchine, el creador de la tradición balletística en Estados Unidos. Asimismo, formó el elenco del Russian Ballet of Monte Carlo (Ballet Ruso de Monte Carlo), y el Ballet Theater of New York (hoy American Ballet Theatre), donde alcanzó el rango de solista e interpretó obras como “Pedro y el lobo”, de Adolf Bolm, y “Tres vírgenes y el diablo”, de Agnes de Mille. Del mismo modo, desempeñó el papel de Mercuccio, en “Romeo y Julieta”, de Anthony Tudor, además de bailar coreografías de Balanchine, Fokine, Dolin, Nijinska, Massine y Robbins.

El neoyorquino invierno no congeló su amor por Cuba. Cada año regresaba a la verde isla para bailar en el Ballet de la Sociedad Pro Arte. Allí montó “Giselle” en 1945, junto a Alicia Alonso, representado en el teatro Auditorium (hoy Amadeo Roldán). En 1956, bailó por última vez en una función pública en el Estadio de la Universidad de La Habana. Si bien, diez años más tarde, fue llamado a representar el papel de Hilarión de último minuto, cuando diez bailarines del BNC pidieron al unísono asilo durante una gira en París.

El 28 de octubre de 1948, en unión de Alicia y Alberto, fundó el Ballet Alicia Alonso (hoy Ballet Nacional de Cuba), que dirigió hasta 1974. Fue el iniciador de la Escuela Nacional de Ballet en 1962, y su director hasta 1968. En ella estableció no sólo una disciplina estrictamente clásica, sino la maquinaria, la sistematización de un estilo de hondo carácter nacional, la conceptuación de los primeros lineamientos de estudios para la formación de una legítima escuela cubana, en coordinación con Alicia y otras destacadas figuras danzarias del país antillano.

Acerca de los primeros bostezos de la escuela de ballet más joven del mundo, comentaba Fernando para Danza Ballet: “Decidimos fundar una escuela donde los cubanos pudieran aprender el estilo, esencialmente el de Alicia, a quien llamaban el milagro. Debíamos tener muchos milagros, bailarinas de la escuela cubana, pero con sus propias características, algo que logramos con Aurora Bosch, Mirta Plá, Josefina Méndez y Loipa Araújo”. Las "cuatro joyas" del BNC – como fueron bautizadas por el reconocido crítico británico Arnold L. Haskell – establecieron sus nombres en el olimpo del ballet, cuando obtuvieron el Premio Estrella de Oro de París en 1970, mediante la interpretación del célebre "Grand Pas de Quatre".

En 1975, a la edad de 60 años, Fernando se divorció de Alicia para casarse con la bella joven bailarina Aida Villoch. A causa de la separación, se vio precisado a abandonar el Ballet Nacional de Cuba. Junto a su nueva esposa, aceptó la dirección del Ballet de Camagüey, donde trabajó arduamente para desarrollar la segunda compañía más importante de su tipo en la isla, cuyas presentaciones han sido aplaudidas en más de una veintena de países.

De esta manera evocaba Fernando esa significativa etapa de su vida: “Cuando Alicia y yo nos separamos, entendimos que en la compañía chocaríamos mucho, pues yo era el director general y ella la directora artística, pero yo impartía clases, incluso a ella. En ese momento, el gobierno me pidió que dirigiera las escuelas de ballet, una actividad que de hecho ya hacía, y después, que ayudara al Ballet de Camagüey, que se encontraba en un momento crítico, a reencontrar su camino”.

En la década de los noventa, durante el llamado Período especial* en Cuba, el destacado maestro se estableció temporalmente en México. Asumió la dirección de la Compañía Nacional de Danza de México (1992-94) y del Ballet de Monterrey (a partir de 1995), además ejerció las funciones de Asesor Académico del Área de Danza Clásica y Director del Taller de la Facultad de Artes Escénicas de la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL). Sus últimos años los consagró a su amada Escuela Nacional de Ballet, en La Habana.

Entre numerosos reconocimientos, nunca suficientes para premiar su grandeza artística, fue miembro del Jurado del Concurso Internacional de Ballet de Nueva York (1996). En el año 2000 recibió el Premio Nacional de la Danza en Cuba y, en 2008, le fue otorgado el Premio Benois por toda su carrera artística, equivalente al Óscar de la danza.

El legado artístico de Fernando Alonso prevalece en el virtuosismo, la magnificencia, la sensualidad, la gracia, el refulgente temperamento y la cálida contagiosa alegría de cada generación de bailarinas y bailarines cubanos alrededor del mundo. El maestro ha muerto, su legado vive.

  *El período especial fue un largo período de hondo recrudicimento de la crisis económica ya existente en la isla, como resultado del colapso de la Unión Soviética en 1991 y se extiende a comienzos/mediados de la década de los 90

martes, 27 de agosto de 2013

Forum “María Zambrano: entre el Mediterráneo y el Caribe”


     Este tipo de encuentro académico se ha creado para destacar momentos claves en la vida y el pensamiento de la intelectual española donde se cruzan la tradición clásica europea y las utopías latinoamericanas. Instituido por la Fundación María Zambrano en el verano del 2011-que acogió los dos primeros eventos- la iniciativa es retomada ahora en Estados Unidos. La Universidad del Sur de la Florida, celebrará los días 14, 15 y 16 de octubre, en su recinto de Tampa, el III Forum con el apoyo de la Fundación María Zambrano y la Universidad de Málaga .
     El propósito es seguir generando espacios de diálogo entre académicos de las orillas que Zambrano supo unir, tanto en su experiencia vital como en su práctica filosófica. Participan especialistas en la obra zambraniana provenientes de España, Cuba, Canadá , Puerto Rico y Estados Unidos. Las sesiones serán abiertas a estudiantes y profesores así como a miembros de la comunidad. Para más información, puede comunicarse con la coordinadora del encuentro, Dra Madeline Cámara, profesora del Dept de World Languages de USF, al correo electrónico: camaram@usf.edu

Los 24 Preludios para piano de Federico Chopin, interpretados por el maestro cubano Jorge Luis Prats

viernes, 9 de agosto de 2013

La gran triada barroca: Góngora, Sor Juana y Lezama




“Si la obra de Lezama Lima pudiera perpetrarse gráficamente sería René Portocarrero, su contemporáneo pintor cubano, el que simultaneare su misma trayectoria”. Eloisa Lezama Lima


Por Leonardo Venta

El cordobés Luis de Góngora – el poeta representativo del barroco europeo en castellano, lo que se ha dado en llamar culteranismo o gongorismo, autor de retadoras obras al entendimiento – es adalid de un lenguaje refinadísimo, colmado de atrevidas metáforas, cultismos (neologismos) greco-latinos, algunos de los cuales se reiteran sistemáticamente –, así como enarbola, cual antípoda estético torbellino, una sintaxis torcida, con alteración del orden normal de la colocación de las palabras, a la usanza del latín en las cláusulas. A su vez, emplea un léxico desmedido que se distancia categóricamente de la norma para explayar una riqueza que coquetea apetitosamente con el color, la luz, el sonido, el tacto, el olor; además de valerse de gran número de referencias mitológicas, asociadas a un simbolismo y hermetismo, que lo hace casi inaccesible, originando, por ende, juicios que califican o niegan su estilo de contraproducente y banal.

Marcelino Menéndez Pelayo acusó a Góngora de haberse “atrevido á escribir un poema entero (las Soledades), sin asunto, sin poesía interior, sin afectos, sin ideas, una apariencia ó sombra de poema, enteramente privado de alma”. No obstante, los simbolistas del siglo XIX, especialmente Verlaine, redimieron la reputación del cordobés como escritor. En tanto, en 1927, en el tercer centenario de la celebración de la muerte de Góngora, sale a luz una prosificación de las Soledades –  preparada por el poeta, crítico literario y filólogo español Dámaso Alonso – que rescata el valor del relegado e incomprendido escritor culterano.

 “El culto a Góngora lo trae a España Rubén Darío, y él lo aprende en el simbolismo francés. Es curioso, y hasta cómico. El entusiasmo de Verlaine por Góngora no pasa de ser una intuición: Verlaine ama a Góngora, a quien no conoce, no puede conocer, porque es un poeta maldito”, afirma Dámaso Alonso. A su vez, uno de los pioneros en revalorizar a Góngora en Europa fue Lucien-Paul Thomas con Études sur Góngora et gongorisme considéré dans leur rapports avec le marinisme, publicado en Bruselas, Bélgica, en 1910.
Como resultado a las extravagancias gongorinas, para referirse al oscuro poeta, es célebre la frase del humanista Francisco de Cascales: “convertido de ángel de luz en ángel de tinieblas”.  Las particularidades estilísticas que Góngora ha iluminado o ensombrecido con el apellido que bautiza su pluma, son prototipos de una escritura elitista, rechazada no sólo por el lector común sino incluso por lo más selecto de la intelectualidad de sus días, entre ellos su acérrimo enemigo Marcelino Menéndez y Pelayo.
 Existen puntos de contacto entre el gran escritor cordobés y el no menos destacado escritor habanero José Lezama Lima. Aunque es cierto que la poesía de Góngora y la de Lezama, padecen o disfrutan de una gran obsesión por lo estético y sensorial del lenguaje, pertenecen a épocas distantes y responden a poéticas y contextos diferentes. El hermetismo, ceñido a la complejidad formal que entenebra la lectura de sus obras, explica en parte la razón por la cual tanto Lezama como Sor Juana Inés de la Cruz han sido asociados con Góngora (el arquetipo) .
Si bien, Eloísa Lezama Lima niega la existencia de pronunciados lazos entre Góngora y Lezama, apoyándose precisamente en declaraciones de su propio hermano: “Ha negado Lezama Lima que Góngora y él hayan trabajado en la misma dirección; y con énfasis insiste en que él trata de hacer claras las cosas oscuras y que Góngora tornó oscuras las cosas claras”.

Otra fuente que refuta una honda presencia gongorina en Lezama, aunque titubea al plasmarlo, cuando emplea la expresión “pero a veces”, es Fina García Marruz: “[…] le suponen al poeta [Lezama] un gongorismo del que está más lejos de lo que parece. Góngora elabora cosas de suyo sencillas…el famoso ‘cuadrado pino’ en vez de mesa, la simple fábula que hay detrás de las alambicadas Soledades. Nuestro poeta [Lezama] habla de cosas oscuras de un modo claro. Su ‘oscuro’ es el de lo real, no el del arte. Pero a veces, sin duda, ‘se deja’ también cierto gustoso gongorismo, homenaje de buen lector, aprendizaje de buen artesano”.
De juicios como el de García Marruz y Eloisa Lezama Lima, que no constituyen casos aislados, en cuanto a las numerosas analogías establecidas entre el habanero y el cordobés, se desprende un cierto interés en resaltar las virtudes literarias de Lezama sobre las de Góngora, en consciente o indeliberada parcialidad.

Algo similar leemos en comentarios de ciertos sorjuanistas, quienes, impelidos a establecer cotejos entre el escritor español y la Décima Musa de México, especialmente entre las Soledades y Primero Sueño, sugieren que la mexicana sobrepasa a su antecesor, al menos en la profundidad temática. Octavio Paz, devoto de la moja jerónima pero distanciado del reducido nucleo sorjuanista por razones que no he de conjeturar aquí, afirma en su célebre Sor Juana Inés de la Cruz o Las Trampas de la fe: “Góngora: transfiguración verbal de la realidad que perciben los sentidos; sor Juana: discurso sobre una realidad vista no por lo sentidos sino por el alma”. 
Tanto la obra de sor Juana (precedente asombroso a nuestra época) como la del neobarroco Lezama, en su calidad de americanos, en colación con la del peninsular don Luis, nos remiten a la simulación y venganza de la copia, temática ampliamente debatida por Nelly Richards en su ensayo “Latinoamérica y la postmodernidad: La crisis de los originales y la revancha de la copia”. A estos tres grandes escritores les une el estilo barroco que cultivaron – el punto de referencia ibérico en su calidad genesíaca –, pero ‘desde’ y ‘hacia’ marcadas perspectivas sumamente impares.      

Es innegable que el antecedente histórico-literario de Sor Juana y Lezama resida en Góngora, así como es justo aclarar que los tres escritores se diferencian entre sí por las singularidades de sus obras. En el caso de Lezama, un acercamiento de eclécticas aristas colmadas de cuestionamientos parodia y pone en tela de juicio estilos y valores tradicionales hegemónicos para trazar horizontes que trascienden  cualquier paralelo con la creación de sus predecesores.

lunes, 5 de agosto de 2013

Dalí, por todo lo grande

“Santiago el Grande” (1957), óleo sobre lienzo, exposición permanente en Beaverbrook Art Gallery en Fredericton, New Brunswick, Canadá.
Por Leonardo Venta

Localizado en el azuloso litoral del centro de San Petersburg, a sólo 30 minutos de la floridana Tampa, el nuevo museo de tres plantas que alberga las obras de Salvador Dalí va para tres años que reabrió sus puertas al público.

La arquitectura de la nueva morada dalisiana, por el monto de 30 millones de dólares, en conexión con el carácter surrealista de gran parte de las obras del excéntrico artista, funde lo clásico con lo ilusorio, lo minucioso con lo exuberante, lo palmario con lo onírico.



A excepción de las colecciones que se encuentran en España, la de este estadounidense centro es la más extensa en obras originales del artista nacido en Figueras, municipio perteneciente a la provincia de Girona, en Cataluña. Incluye 96 pinturas al óleo y un extenso inventario de acuarelas, dibujos, grabados, fotografías, esculturas, objetos de arte de su creación, así como un amplio archivo de documentos.

La rutilante tecnología del siglo XXI, fundamentada en el análisis computacional y la digitalización, ha conseguido recrear novedosas geometrías geodésicas que ofrecen la ilusión del fluido de los líquidos de la naturaleza en estructuras sumamente vigorosas que particularizan el nuevo alojamiento para las criaturas de uno de los máximos exponentes del movimiento surrealista.



El museo consta además de una escalera en espiral, que comunica la planta baja y el tercer piso, inspirada en la fascinación de Dalí por el ADN. La singular acumulación de peldaños, en forma de resorte tensionado, se suspende desafiantemente en una curva que infunde plácido dalisiano vértigo. El gusto por las simetrías y la sucesión de números Fibonacci, en la que cada término es igual a la suma de los dos que le preceden, complementan esta maravilla arquitectónica, digna de la magia del gran artista catalán.



A la colección, valorada en alrededor de 500 millones de dólares, se le han sumado hasta el mes de octubre “Santiago el Grande” (1957), una de las composiciones más impresionantes de Dalí, acompañada por otras dos pinturas del artista – “La Turbie - Sir James Dunn, sentado” (1949), y “Fantasía Ecuestre: Retrato de Lady Dunn” (1954) – pertenecientes a la llamada vanguardia histórica. Las obras son préstamos de la galería de arte Beaverbrook en Fredericton, New Brunswick, Canadá.

A finales de la década de los cincuenta, Dalí incursionó en un nuevo movimiento, el expresionismo abstracto, en piezas como “Velázquez pintando a la infanta Margarita, rodeada de las luces y las sombras de su propia gloria” (1958) o “El siervo de los discípulos de Emaús” (1960). Pertenecen también a esa época, sus dos monumentales cuadros históricos: “Santiago el Grande” y “El sueño de Cristóbal Colón”. La superficie de “Santiago el Grande” armoniza perfectamente con el epíteto que califica al Apóstol. Con sus 13 pies de altura, solo es superado (ligeramente) en dimensión por el hermosísimo óleo sobre lienzo “El sueño de Cristóbal Colón", parte de la colección permanente del museo, y, a su vez, el cuadro de mayor dimensión realizado por el artífice catalán.

“El descubrimiento de América por Cristóbal Colón (El sueño de Cristóbal Colón)", óleo sobre lienzo 410 x 284 cm. de Salvador Dalí, 1958-59. Museo Salvador Dalí, St. Petersburg, Florida, Estados Unidos.


En “Santiago el Grande” – que representa a Santiago de Compostela, el santo patrón de España – el siervo de Dios emerge del mar sobre su caballo blanco en enérgico ascenso hacia una esfera gloriosa. El artista reveló que había experimentado mientras lo pintaba “un escalofrío existencialista: el escalofrío de la unidad de la patria”. Dalí logra en la representación hiperrealista del equino –cuya recia cabeza contrasta con sus pies y cuerpo nebuloso– causar la impresión de proyectarse en un salto desde el lienzo.



Otro de los aspectos relevantes de “Santiago el Grande” es la manera sorprendente cómo su fondo azul-celosía se asemeja al atrio de cristal del Museo Dalí. Una joya arquitectónica en sí, el museo está recubierto por un resistente vidrio triangulado del mismo color que sugiere el contraste entre la consciencia dalisiana y el mundo exterior. El fondo del cuadro es una representación directa de la decoración de una iglesia del siglo XIII de los Jacobinos en Toulouse, Francia, punto de parada en el peregrinaje cristiano del medieval “Camino de Santiago”, rumbo a la tumba del venerado Apóstol. Según el periodista y escritor Antonio Olano, amigo de Dalí, la pintura propone un retorno del pintor a la devoción católica. Al mismo tiempo, exalta la cultura y la religión de España mediante un enfoque místico.

En cuanto a los dos otros préstamos provenientes de la galería de arte Beaverbrook – los retratos de Sir James Hamet Dunn y Lady Dun, ambos amigos de Dalí –, el primero aparece sentado con las piernas cruzadas y descalzo, arropado en una toga oro satinada para subrayar su presunto parecido a  César Augusto, tras cuya muerte el nombre de Augusto sería utilizado como título por los siguientes emperadores romanos.

“La Turbie - Sir James Dunn, sentado” (1949)

En tanto, la imagen de Lady Dunn se ofrece noblemente sentada sobre un caballo palomino con un halcón posado sobre su brazo enguantado. Aunque el naturalismo de la obra es impresionante, se respira un cierto aire lúdico en la misma, mediante la presencia de diminutos animales casi imperceptibles que acentúan una atmósfera de cuento de hadas.

“Fantasía Ecuestre: Retrato de Lady Dunn” (1954)

Para los interesados en la historia detrás de “Santiago el Grande”, el museo ofrece el documental “The Way of Saint James (El camino de Santiago)”, del realizador Manuele Mandolesi, en un recorrido por el peregrinaje de la antigua ruta de los Pirineos a la famosa ermita de Santiago de Compostela, donde descansan los restos del venerado Apóstol, a través de la experiencia de varios peregrinos iluminados por el albor de tan excepcional experiencia espiritual.